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Collage de cumpleaños

El mapa de los besos olvidados

Ganador  Premio XXX Certamen de Poesía Les Clotes Luis Chamizo.

Vilafranca del Penedés. Barcelona. 2024

 

«No habrá sino recuerdos».

JORGE LUIS BORGES.

 

​

Herida.

​

Han enmudecido buganvillas en esta primavera silenciosa.

Las heridas humeando como chimeneas encendidas

tras un invierno frío y dolorido.

 

Vuelan las gaviotas al olvido

con su mirada taimada anidando en el recuerdo

de las cosas que fueron y ya no serán,

de las que pudieron ser y no han sido.

 

Rompe las manillas del reloj de cuco

y fabrico dos remos para navegar río abajo

huyendo hacia la eclosión de la flor de mayo

emigrando a su blancor de terciopelo

como un salmón saltando de su charco.

 

Sangran las flores con espina

y escriben las abejas su epitafio

en un jardín de estrellas mar–

­                                           chitas en la noche.

 

Un barrendero recogiendo siemprevivas

que residen moribundas en su asfalto

mientras pétalos podridos de aquilegia

se cubren con su manto de fracaso.

 

Una niebla cárdena nublando las pupilas

inundadas con esquirlas de cencella

mientras la soledad de los amores apagados

se cubre con el manto del olvido.

 

Y del silencio.

Tal vez un miligramo de silencio pesó más que todo el amor que hubo.

 

 

 

 

Sutura.

​

¿A qué suena el silencio oscuro de la noche?

¿A qué huele la noche silente con su herida?

¿A qué sabe la herida sangrante del amor?

 

Sin sombra y sin sutura no habrá cura

a los abrazos muertos

ni a los besos dormidos

ni a la piel inhabitada de los hombres que se amaron

en el cobalto de océanos perdidos.

 

Sin sombra y sin sutura no habrá duda

de que la herida se abrirá de nuevo

como un dondiego en la noche, 

como una boca hambrienta por un beso.

Y arderá el dolor.

¿Qué es el amor sino eso?

 

 

 

 

Cicatriz.

​

Encontrarás una estrella que te abrace

en un desierto de algas somnolientas.

Agita, revive y despierta

el mapa de los besos olvidados,

aquellos que sabían a fruta espesa,

a mango fresco, a sandía y a frambuesa.

 

Él moría poco a poco

mientras recogían en el huerto de frutales

una cesta repleta de versos dulces

sabiendo que sin lluvia la tierra se haría inerte.

Y con la aridez, la sequía.

Y tras la sequía, la muerte.

 

¿A qué sabe el amor marchito tras la nada?

¿A qué suena la nada en la infinitud del vacío?

Quizás a soledad, o más bien a silencio.

​

Silencio entre tu cuerpo y el mío,

entre el abismo y la nada.

​

Dicen que la cicatriz más bella es la que procede de heridas profundas.

Y así fue su amor.

Como un pozo infinito de agua clara.

 

 

 

​

 

 

​

Una corona de flores

Ganador Certamen Litéfilos Colombia. El olvido.

Colombia. 2024

​

El olvido es una cama ausente,

las sábanas blancas tendidas en un huerto

de besos dormidos

y abrazos olvidados.

 

Un jardín sin flores,

una sonrisa apagada,

las manos ajadas del abuelo

recordando que apenas queda nada.

 

La fuente sin agua,

el agua en-

                     te-

                           rra-

                                   da

en un manantial ausente

en el aljibe de una casa ciega.

 

El olvido es un lirio sin pétalos,

una rosa enfadada

con su ejército de espinas enfrentadas

en una primavera hostil.

 

Y el silencio gritando

            en medio

de un océano dormido.

 

Olas sin agua,

agua sin espuma.

Y un niño ahogándose bajo el arrullo de su almohada.

 

El olvido es un poema sin versos,

los versos sin rima,

la rima y su nada.

 

La nada.

 

El silencio.

 

Eso es el olvido:

un ataúd cubierto de ramas

putrefactas y enredadas

GRITANDO con su rumor de invierno.

 

El frío y la escarcha.

Eso es el olvido:

una corona de flores durmiendo sobre ti.

 

 

​

​

​

 

La soledad de un animal marino

Ganador Primer Premio XXIX Certamen de Poesía Les Clotes Luis Chamizo.

Vilafranca del Penedés. Barcelona. 2023

​

​

«Después del amor viene la soledad».

MARIO BENEDETTI

 

​

Animal marino I

​

Ha aparecido un velero varado

como un animal exhausto y dormido.

La marea alta cubriendo sus huesos

como costillas finas de galgo.

Un viento negro susurrando,

los peces renunciando a las olas,

las olas emigrando de su espuma,

la espuma sin rastro de blancura y sin blancor.

 

Un rumor muerto en la quietud de la noche.

Un ladrido hostil de ballena anunciando la soledad

como Miseno ahogado tras su lucha de trompetas con Tritón.

La espina dorsal entumecida,

el timón olvidado,

su cuerpo de madera carcomida

arañando la arena con la fragilidad de sus escamas

putrefactas y vencidas.

​

 ¡Silencio!

El barco es un señor.

Un hombre de ojos verdes que se arrastra hacia la playa,

un náufrago doliente y herido en la reyerta del amor.

Un corazón roto en medio de un cementerio de barcos

buscando besos en un jardín de caracolas muertas.

 

 

 

Cantata de amores muertos

​

Vacías.

Vacías las olas de espumas marinas.

Vacías las caracolas sin pulpa,

la pulpa sin jugo,

el jugo sin sabor.

El amor hecho trizas con sus maderos flotando en alta mar

atravesando

las olas mientras lloran

   de-

                  rra-

                                    mán-

                                                      do-

                                                                   se

sus lágrimas de salitre.

                          

La proa ya no corta las aguas que navega.

Una navaja invisible rasgando los párpados del corazón

como peces plateados clavándose en las aguas.

Vacías, y muertas, y solas.

Como Lorca susurrando en su Reyerta:

(*) «su cuerpo lleno de lirios/ y una granada en las sienes».

Ha aparecido en su pecho

una navaja invisible con la sangre de claveles

como peces plateados con su aguja de esgrima

navegando en dirección contraria a él.

 

Llora llorando el velero sin triunfos ni laureles.

Así quedó el marinero naufragando

                                                                                              a la deriva.

O hacia el fondo de la mar.

​

Donde habitan las medusas

no hay espacio para amar.

 

 

 

Conversaciones con Afrodita

​

¿Y el recuerdo?

El recuerdo es otra forma de volver.

 

 

 

Animal marino II

​

Y el amor era eso.

Una caricia en las olas.

Un sorbo de salitre en las aguas.

Y un manto de escamas rodeándote en la noche.

¿Acaso creíste en la eternidad de los veleros?

 

 

​

(*) Alusión al poema Reyerta de Federico García Lorca.

 

 

​

​

​

 

Tres formas de mirar las estrellas (extraído del borrador escrito en el concurso; tiempo de escritura 30 minutos)

Ganador Premio Relato Exprés Feria Nacional de Novela Romántica 
Oropesa del Mar. Castellón. 2022

​

​

Dicen que las estrellas no hacen ruido, que permanecen solas brillando en silencio y que todos pueden verlas desde cualquier lugar.

Pero no es así.

Las estrellas murmuran entre sí, formando un pequeño rebumbio que despierta a hipocampos y sirenas. Y solo pueden escucharlas quien lo hace con el corazón.

Esta es la historia de un abuelo y su nieto reunidos bajo el cielo oscuro y estrellado en la Playa de la Concha.

Cuando aún la noche permanecía cerrada, el abuelo Bertomeu miró el reflejo del mar. Allí una estrella fugaz navegaba en el espejo de sus aguas. El hombre cogió al niño en brazos e hizo que mirara a través del antiguo telescopio.

​

-Orión, ¿ves esa estrella, la que tiene ese extraño brillo? Pues esa es la abuela.

-Todas las estrellas son iguales, abuelo. La abuela nos dejó hace tiempo. Yo no veo un brillo diferente en ella.

​

Comenzaron a discurrir lágrimas por el rostro de Bertomeu, como de espuma marina.

​

-No menosprecies el brillo de las estrellas, cada una nos habla de una manera. Pasa igual con las personas. Hay que ahondar en ellas. ¿No ves a tu padre triste últimamente? Pues esa estrella es igual, nos quiere contar algo. Esa estrella es la abuela y hay tres formas de mirar las estrellas, Orión.

​

El niño se despegó del telescopio y en vez de mirar al cielo bajó su mirada a las aguas cristalinas donde se dejaban reflejar.

​

-¿Cuál es la primera?-preguntó.

-La primera forma de mirar las estrellas es con el recuerdo. La melancolía. Allí recordamos a la gente que nos falta. Las estrellas nos hacen recordar con su brillo. ¡Son tan enigmáticas!

-¿Y la segunda, cuál es?

-La segunda forma de mirar las estrellas es sencilla, a través del telescopio, o incluso mirando el reflejo en el mar. Es una manera íntima, observando lo que nos dicen con quien tú más quieres, compartiendo el momento. Es nuestro presente.

-Abuelo, y la tercera, ¿cuál es?

-La tercera manera es con el corazón.

-¿Y eso cómo se hace?

-Tienes que abrir mucho los ojos, observando el cielo o el propio reflejo del mar, y cuando menos lo esperas una estrella fugaz partirá el cielo en dos y ahí pedirás un deseo, comunicándote con ellas.

-Me gustaría decirle algo a la abuela.

​

El niño entendió las palabras del abuelo y miró al cielo. Una estrella fugaz pasó y el niño sonrió. La abuela le había escuchado, pasó fugaz y brillante, dejando una estela de polvillo blanco alumbrándolos con su candor.

​

Fue ahi cuando el niño Orión entendió el lenguaje de las estrellas, supo que para verlas había que abrir mucho los ojos, pero sobre todo, lo que había que abrir era el corazón, bajo el cielo oscuro y el mar en calma.

Ahí radica siempre el enigma de las estrellas, en saber escuchar su silencio.

​

​

​

​

​

​

Nanas para Yrina

Finalista del XVII Certamen de Poesía Ayuntamiento de Miajadas.
Miajadas. Cáceres. 2022

​

 

Iryna: del ruso Irina y del griego Irene,

que hace referencia a una “mujer de paz”.

Irene era la hija de Zeus y representaba

la paz en la mitología griega.

 

 

 

“Después de cada guerra

alguien tiene que limpiar”.

WISLAWA SZYMBORSKA

 

​

Los niños del ayer han despertado

entre los senderos oscuros del abismo.

Escuchan la melodía del petricor sollozando

con el crujir del plomo en el asfalto dormido.

​

El Dniéper es una lágrima gris

goteando en la boca sedienta de quien clama agua

y calma su sed con miserias y tristezas.

​

El galgo esperando a un amo que no volverá,

el hospital infantil bostezando en la alborada de bombas

con su sonajero de pistolas y una cuna llena

de huesos y

silencios.

​

El canto del gallo con su sonido silente de campana

reptando

                                                     en los suburbios

                                                                                                                        como una sierpe

o como la enredadera muerta de cementerio

que cubre la tapia donde dispararon a inocentes.

​

Esto ya sucedió en Granada

con poetas enterrados en lugares inciertos.

La casa de la Huerta de San Vicente exhala poemas

de sus adentros

donde quizás la tierra se ha fundido con el viento

o quizás con el aliento de un poeta que creen muerto.

​

Pero vive.

Vive en el pan y en el lamento

de una madre que hilvana recuerdos

esperando a su niña de trenzas de trigo

pespuntando nanas olvidadas una tarde de domingo.

​

Vive en el agua, en el fuego y en el viento

como vivirán todos estos niños muertos que entierran en la zanja.

Ahí plantaremos semillas de recuerdo

y cuando crezcan los almendros

sus flores olerán a pañales de talco,

sus frutos sabrán a caramelo

y sus ramas abrazarán a una madre vieja

que seguirá zurciendo soledades

mientras recuerda a una hija invisible

que los hombres de la guerra

cortaron de raíz.

​

​

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​

​

 

Un mar áspero de tierra

Ganador Segundo Premio del XLI Certamen Poético Nacional Exaltación al olivo.
Ahigal. Cáceres. 2022

 

 

“…A lo sonoro llega la muerte
como un zapato sin pie, como un traje sin hombre…”

PABLO NERUDA

 

​

​

1. Las cenizas del olivo

​

Han encontrado los restos del olivo

como un fósil anclado en su pasado.

Un velero inerte sin mar ni vela

                                                                                           varado en la quietud del páramo.

Y ha brotado un manojo de laureles

en las grietas de su cuerpo calcinado.

​

Las siemprevivas ya se vistieron de luto

y recuerdan su juventud:

el árbol izando al viento su fruto

del que emana su sangre dorada

                                                                            y de-

                                                                                              rra-

                                                                                                               ma-

                                                                                                                              da

sobre la tierra de Ahigal.

Las margaritas bebiendo de su jugo,

las mujeres golpeando con su vara

como los arpones inyectándose en ballenas

que nadan en un mar dorado de sal fina.

O en un océano que ahora es almazara.

​

Una marea de soles aullando al atardecer

y un olivo pétreo y poderoso anclado como un faro

divisando en lontananza la vejez

como un marinero en alta mar que batalla entre piratas

esperando el filo de la navaja, el jierro y su jacha

hendidos en lo hondo de su ser.

​

¡La noche! ¡Su sombra!

¡Ha muerto el árbol!

Y Lorca como siempre susurrando:

​

(*) ¨–¡Silencio, silencio he dicho!

Y no quiero llantos.

La muerte hay que mirarla cara a cara–¨.

​

¿Acaso no ves mis lágrimas?

¿Sus barquitos navegando en la almazara?

¿El aceite discurriendo por sus labios?

¿Acaso no viste cómo lloran los laureles

este mes triste de mayo y solitario?

 

 

 

 

2. Recuerdo de un olivo

​

La vida se ha parado ante el reloj dormido

en medio

de un campo triste y mutila-

                                                              do.

Ha emigrado el aroma de tus sábanas

tendidas en tus ramas como el petricor tras la tormenta.

​

Un olivo viejo y olvidado en un campo repleto de lavandas.

La carcoma reptando como una sierpe abrazando sus entrañas,

enraizando sus colmillos en su savia.

El abuelo mirando al horizonte

recordando los campos en barbecho.

La raíz germinando,

el tronco inhiesto como una espina dorsal,

el viento ululando en los meses de frío,

la cencellada silbando como un pájaro albino,

las olivas titilando como las campanas del campanil

repicando len-ta-men-te.

Como el graznido de cuervo

anunciando la muerte del olivo que un día fue robusto.

Y ahora muere,

y ahora siente que está triste y

solo.

Como los días brumosos donde mueren los claveles.

 

 

​

 

3. En la oquedad del ser

​

Han despertado rabiosas las gaviotas

en un mar áspero de tierra

y han llegado cantando los albatros

emigrando hacia la tumba del olivo.

Y con el rumor de caracolas muertas

   en la oquedad del ser,

donde rezuma la resina,

han visto como el árbol sigue vivo

alimentando a amapolas con su limo.

  Justo al lado del sepulcro del abuelo.

 

  

(*) Alusión a la obra de Federico García Lorca, La Casa de Bernarda Alba.

 

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​

 

Silencio de madera

Ganador Segundo Premio del XXV Certamen Poético Paloma Navarro.
Vilches. Jaén. 2022

​

​

Creo que no nos quedamos ciegos, 

creo que estamos ciegos,

ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven.”

JOSÉ SARAMAGO.

 

  

“Marko: deriva de Marcus, 

nombre romano utilizado en Ucrania 

que se relaciona con el dios de la guerra Marte”.

 

 

 

 

Con el primer crujir de la alborada

donde suenan los abrazos de claveles

han encontrado un niño dormido

enzarzado entre las raíces abrasadas por el plomo.

Las madres con los brazos en alto 

barritan como elefantes malheridos.

Los hombres con su fusil embravecido

cubren de espanto y silencio los odres de los caldos

que un día fermentaron a orillas del río.

​

El Dniéper es una lágrima muerta

que atraviesa el parque de columpios

mecidos por el rumor de las bombas.

La esperanza muerta que algún día volverá.

​

Las muñecas en Járkov se han exiliado al centro del olvido

donde las madres buscan a sus hijas muertas de frío,

donde las rosas se han cubierto de espinas en su filo.

Y con el graznido de los cuervos ha llegado la muerte.

​

El teatro con su telón de terciopelo

acaricia los cuerpos exhaustos y rendidos

como la madre nodriza amamantando a su rebaño.

Los besos en el pan ya no existen

porque no hay pan, ni hay trigo, ni hay besos.

Nada.

Ya no hay apenas nada.

Solo vacío

y un charco negro de plomo tras la lluvia de misil.

​

Marko se ha puesto las botas azules de agua

mientras recuerda los días de sol y chocolate,

ahora salta en el vacío de un petricor silente

emanando de la tierra ausente y horadada.

Imagina cielos azules y párpados abiertos,

el viento es un ulular de pestañas,

un paipái acompasado que susurra a una madre triste

que sus hijos siguen saltando en los charcos

y que el agua sigue brotando en los alcorques

y que el árbol en el que el niño hizo su inscripción

de amor eterno

sigue vivo.

​

  –Mamá te quiero–.

​

Gritan los árboles en Kiev

con sus ramas brotando como brazos fornidos

de un niño que ha crecido y se ha hecho hombre

mientras soñaba en su tumba

junto a la sombra del ciprés.

Y abraza a su madre treinta años después.

Ella sigue peinando su cabello de plata

mirando a la nada

mientras riega con sus lágrimas los crisantemos

que crecen a los pies del árbol del laurel

allí donde enterró a la luna una mañana harinosa de abril.

​

Ha vuelto la vida.

Las amapolas fúnebres ya no se tiñen de negro,

Marko sigue con su navaja tallando la inscripción

en la madera madura del árbol donde cavó su tumba.

​

  –La esperanza ha retornado–

​

Se desperezan las alfombras verdes de los Cárpatos

donde trotan los caballos salvajes de Przewalski.

El sol es una sonrisa dorada en el basalto ocre de Kara Dag

cubriendo cencelladas heladas.

El frío fue un mal sueño donde las madres zurcieron recuerdos,

ahora bordan sentadas bajo la sombra de su árbol,

aquel donde su niño de agua sigue tallando te quieros

a una madre esperanzada hilvanando paz.

​

Y así no habrá guerras,

ni muertes,

ni párpados dormidos,

ni niños extinguidos que ahora alimentan a las larvas

y dan vida a un árbol robusto y frondoso

cobijando con su sombra la fragilidad de una madre arrebatada

que en la alborada recuerda días tristes y brumosos.

​

​

​

​

​

​

Matria

Ganador Segundo Premio del XX Certamen Poesía ¨La mujer" en Frías.
Frías. Burgos. 2022

​

 

Han surgido cordilleras en mi pecho

y han viajado sueños sobre el raíl de la cicatriz

                                                                                        que me atraviesa

de oeste

                                                       a este.

Y he abierto el entredós de roble

que huele a regaliz y a alcanfor

y a una vida vivida que muere

como la carcoma que hiere a su madera

         de norte

           a

            sur.

Y me han llegado recuerdos a mi lecho:

la lavandera frotando en la alberca carmesí,

los dondiegos anidando sobre el plomo de la guerra

y un batallón de crisantemos dormidos como ramo de mi boda.

           –Nunca hubo amapolas frescas–.

 

Fui madre nodriza de niños que ahora aúllan como lobos

a los pies de mi cama

 esperando a la muerte.

Fui fuente de leche.

Fui leche de nieve.

Fui nieve de plata.

Y ahora me deshago como la cencella en los bancos de niebla

  –invisible en mi cama–

ahogándome en el caldero de puchero entre sollozos.

Los picatostes que cortaba ahora son mis hijos naufragando

aferrándose a las esquirlas de cebolla que flotan en el caldo putrefacto.

           –La cebolla nos hace llorar, madre–

susurran para tranquilizarme.

Y lloran por mi muerte.

El tren de vapor apisonándome al amanecer tiñéndome de luto,

mi fuente de vida seca y huérfana.

Ya no hay leche que ofrecer.

El pecho viudo

                                                                                   como un siamés arrebatado.

Soy sequía, vejez y recuerdo.

El cáncer galopando a sus anchas como los caballos negros de un tiovivo

haciendo círculos concéntricos en mis aureolas.

Y alzo la mirada hacia la luz

como cuando empujaba al parir a los gemelos

o como me rajaron para sacarme a la nena de mis entrañas.

Y así, sonriendo, les pregunto:
 

¿Acaso me enterrareis bajo el ciprés o en una hilera fresca de lavandas?

Prefiero las flores.

Y seguir siendo matria con mi savia.

Anatomía de un ciprés

Ganador Segundo Premio XXVII Certamen Poesía Les Clotes Luis Chamizo

Vilafranca del Penedès. Barcelona. 2021

​

…y sobre todo ángeles

Ángeles bellos como cuchillos

que se elevan en la noche

y devastan la esperanza”.

ALEJANDRA PIZARNIK

 

​

1. Cuando se seca el ciprés

​

Amaneciste flotando entre nenúfares dormidos

en medio de una casa mustia y olvidada.

Los platos rotos,

los armarios cerrados,

                                                  las ventanas abiertas.

Tu almohada solitaria aferrándose a la nada.

Y entre el alcanfor de tu ropa

un batallón de polillas muertas

golpeando en tu puerta con su febril guadaña.

El cuervo apartando las cortinas de la sala de invitados

barruntando la muerte en la alborada.

 

Desor-

                                                -denándolo

                   todo.

 

Amaneciste entre nenúfares dormidos

en medio de una casa mustia y olvidada.

Y ahí quedé yo, maltrecho y herido.

¿Acaso te despediste del naranjo del jardín?

 

 

2. Cuando era primavera

​

Para ti la muerte era eso:

un crisantemo podrido,

un cuervo huyendo entre tus huesos,

una larva reptando entre tus sueños,

un lirio deshecho y herido,

una cesta de olvidos llena de flores muertas.

​

Aún recuerdo cuando me preguntabas qué era la vida.

Y yo, solemne contestaba:

​

“tus párpados abiertos

   —en medio—

de un campo de margaritas deshojadas por el viento

que alegres suspiraban

te quiero, no te quiero.

                                                 Te quiero, no te quiero.”

 

 

3. La muerte es una noche

​

La muerte es una noche

en nuestra cama solitaria.

Un sendero oscuro sin luciérnagas,

una regata sin veleros ni luna.

 

La muerte es una noche

sin estrellas.

Una constelación sin brillo,

Sagitario cabalgando sin flecha,

Escorpio con su aguijón dormido.

 

La muerte es una noche

de bombillas apagadas en la feria,

de carruseles sin caballos,

de norias sin vuelta,

de fiestas sin patronos.

 

La muerte es una noche ciega y somnolienta

viajando en la barca de Aqueronte.

Lenta,

sigilosa.

 

La muerte es cualquier noche sin ti.

La muerte es una noche oscura y silenciosa.

 

 

 

4. Una corona de flores

​

…y mientras colocaban una corona de flores en su tumba,

pude ver cómo las rosas se enfundan de espinas.

Y ahí entendí que eso era la vida:

El olor de una flor,

la dulzura de un pétalo

y lo áspero de un tallo con astillas.

 

 

5. La eternidad que creímos

​

…Y así se deshacen nuestros días bajo la sombra del ciprés.

¿Acaso pensaste que seríamos eternos?

​

​

​

​

​

 

El rumor de las caracolas (extraído del borrador escrito en el concurso; tiempo de escritura 30 minutos)

Ganador Primer Premio Certamen Relato Exprés Feria Nacional Novela Romántica

Benicàssim. Castellón. 2021.

 

Clemente y Ada llegaron nuevamente a aquella playa olvidada.

Avanzaron a trompicones hacia la casa de muros calizos y aquellas cortinillas al viento frágiles como si fueran alas rotas de libélula.

Ada inspiró una vez más como queriendo atrapar el amor que sentía por Clemente y por la playa que la vio nacer.

Cuando una de las últimas olas mojó sus pies, se sentó en la silla de enea y realizo una última petición.

​

-Clemente, ¿ves las caracolas en la orilla? Acércame la más grande.

-¿Cómo puedes verlas si eres ciega? Siempre me ha deslumbrado tu inteligencia y tu lucha por la vida.

-Podría haberme roto, la vejez a veces quiebra y la ceguera te mata. Pero nuestro cariño y amor, y el deseo de volver a la vida y a esta playa, lo han sido todo para mí.

¿No escuchas el viento ulular en la concha? Pues con la vida y nuestro amor es lo mismo. Siempre ulula a nuestro alrededor, aunque no puedas verlo.

​

Dias más tarde, con la llegada de San Juan, el corazón de Ada dejó de latir.

Ahora, cuando Clemente quiere encontrar el amor y la felicidad, coge una caracola, la acerca a su oído y así recuerda su pasado, el aroma del salitre, el olor a alcanfor de la casa cerrada y piensa en el amor que siempre tuvo a su preciada abuela.

El amor hacia su abuela Ada, tan presente cuando ulula el viento, incluso en las noches sin luna cuando nadie puede ver nada.

​

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​

Un flamenco rosa

Ganador XIII Certamen Relato Esperanza Asuar

Cartagena. Murcia. 2021.

 

Una niña va a la deriva en el mar. Se aleja sola, montada en un flamenco rosa hinchable, en dirección contraria a la vida. Hacia el abismo de las olas.

Toda la gente que la observa desde la playa no logra entender cómo la niña ha podido llegar tan lejos. Un niño mira con su sorbete de limón chorreando e imagina que ese hinchable comprado en algún bazar chino toma vida y despliega sus alas invisibles hacia algún lugar seguro, pero el flamenco vira solo como una brújula estropeada. Y la niña, amarrada a sus miedos y sola, va haciéndose diminuta en el Mar Menor.

Dicen que los flamencos son seres especiales. Su color es radiante y su envergadura les hace majestuosos. También dicen que el peso de su corazón es como una pequeña estalactita frágil de alambre, como sus finas patas. Y es curioso como a un animal tan grande le pesa tan poco el corazón.

Quizás se lo han robado las mujeres con las que me crucé esta mañana y que de un rosa chicle deslumbran montadas en su piragua como robando todo el protagonismo a la salida del sol. El cáncer también consideró doblegarlas, como un sol opaco que lo eclipsa todo en un mes radiante de julio, pero batieron sus alas, todas juntas, como los flamencos que llegan unidos en bandada.

Y volaron lejos.

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Las Flamenco Rosa navegan en su piragua cada día, forman parte del primer equipo español de Dragon Boat BCS, un movimiento que comenzó en Canadá y que se ha extendido por todo el mundo para plantar cara al cáncer de mama. Reman unidas y con fuerza, quizás estos flamencos son de una raza extraña, una mutación de pájaro cuyo corazón late más fuerte que el del resto de pájaros, sobre todo mucho más que el que va a la deriva solitario navegando con la niña perdida. Y vibra con fuerza y energía.

Ayer quedaron quintas en una de las carreras que suelen hacer. Quintas de cinco. En ellas prima más remar unidas, aunque lleguen las últimas.

El vuelo del flamenco no es mejor por ser más rápido, sino por llegar feliz a su destino, junto a los otros pájaros, y así degustar la vida, los estanques, y las aguas tranquilas. Todos juntos.

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María observa a lo lejos el flamenco hinchable, ya casi deshecho por el sol. Envuelve el cuerpecito de la niña que navega a la deriva, a su ritmo, solitaria sin su bandada. La mujer hace una señal, ordena un giro majestuoso y veloz y las demás mujeres acatan la orden, todas a una.

La estampa, desde la orilla, a escasos kilómetros, irradia una belleza inusual, a no ser porque la niña se está jugando la vida. Varias mujeres reman al unísono, enérgicas y en armonía. A lo lejos el niño imagina que una bandada de flamencos  vuela rápido para rescatar al pajarillo errante y a la niña en su agonía. Las mujeres, ataviadas con sus camisetas rosa, no se doblegan y al unísono recuerdan que el camino para el triunfo es permanecer unidas en su vuelo.

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A los pocos minutos, llegan al hinchable y rescatan a la niña. De manera súbita. Los pájaros en bandada siempre son más fuertes, así lo recuerdan ellas que luchan por su vida y también por sus derechos. El derecho a vivir en paz sin que la enfermedad les quiebre. Volando juntas, con energía en su aleteo, en busca de otros flamencos perdidos que vuelan a la deriva.

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Solidarias y cooperantes ellas. Así es como se alza siempre el vuelo. Así es como siempre triunfa la vida en tiempos adversos.

 

 

 

 

 

 

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Madre Bola

Ganador Primer Premio I Certamen Relato Sensaciones Pimentón de la Vera DOP

Plasencia. Cáceres. 2021.

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“Nadie escapa

a la desmesura de la rosa”.

DULCE CHACÓN.

 

 

Bola era una niña redonda. Lo era tanto que por eso le pusieron aquel nombre. Por ello y porque tenía la cara sonrojada como los pimientos veratos así denominados. Su cara era afrutada y carnosa, como la pulpa rojiza. En la escuela los niños la cercaban como las hormigas en batallón a su presa y con su soniquete cruel, al son de la comba azotando el pavimento, como una soga oprimiendo su honor, endemoniados le cantaban: Bola carmesí, Bola bermellón / Cara de Borgoña, redonda limón / Bola carmín, granate y fresón / Piel escarlata, color pimentón.

Bola se acostumbró a la crueldad infantil y cuando los niños se cansaban, ella, en vez de odio, les regalaba una sonrisa de oreja a oreja, salía corriendo por el Resbaladero del Altozano y deslizaba sus puntillas por el reguero de agua helada que transcurría por la calle como un río bravo.

 

En el otoño del cuarenta y tres, cuando la luz era azulada y opalina en el valle del Tiétar, Bola acudía a la finca de la Ribera donde su abuelo y los demás agricultores recogían los pimientos. Aquel sendero discurría entre castaños y sueños, los que tenía a cada rato pensando que algún día, en aquellos campos teñidos de oro rojo, formaría una familia y triunfaría con su posada.

Soñaba con reformar la parte contigua al secadero, justo hasta donde llegaba la acequia que desembocaba en la vieja alberca. Allí construiría una piscina, como las que veía en las revistas de la gente famosa, plantaría algún naranjo y la higuera recién nacida brotaría como un enorme elefante del que penderían los higos más jugosos. Y tendría un burro y gallinas con su gallo y cochinos para la matanza. Y un restaurante donde cocinaría los mejores platos bañados en pimentón, el que salía del molino, el que cultivaban allí mismo. Y sería famosa en toda la comarca.

Pero aún deberían pasar años para ver sus sueños cumplidos. Ahora se mantenía con la mirada fija en las manos de su abuelo. Y en su corazón.

 

Vicente tenía los riñones a la altura de la cabeza y la cabeza ocupada en elegir los mejores pimientos. El día para él comenzaba de madrugada cuando avivaba la lumbre de la leña de encina del secadero, el humo salía en forma de corazón, o eso creía él, enamorado de la naturaleza, de las matas verde esperanza y de las gargantas de La Vera.

Y de sus rojizos pimientos.

El rojo también lo llevaba en la sangre. Su corazón aletargado, permanecía dormido por la viudez prematura. El amor lo dejó bajo la tumba demasiado pronto. Es por ello que sus tierras eran lo único para él. Sus tierras y Bola.

Cuando llegaba el otoño ponía en pie a medio pueblo y desde la plaza de Valverde acudían en batallón jóvenes, hombres y mujeres a la recogida del pimiento. Bola se quedaba ensimismada mirando a los pimentoneros y a su abuelo Vicente. Este recogía los pimientos con la rapidez que solo da la experiencia, los echaba en los sacos y después arreaban con ellos hacia los secaderos.

El día que Vicente llevó a Bola a su escondite, esta supo decididamente que sería aquel el lugar elegido para el resto de su vida.

Tras los chopos, cerca del río una enorme mole se erigía como un dinosaurio en medio del campo escarlata. Las tejas del secadero filtraban el humo de la lumbre avivada en la madrugada. Bola miraba con asombro aquel enorme secadero que nunca había visto antes. Vicente le agarró la mano fuerte, como no queriendo que aquel instante pasara, como tomando una fotografía mental que deseaba que su pequeña Bola guardara para siempre.

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–Mira bien al frente, Bolita. ¿Ves cómo emana el humo por las tejas? –señaló al horizonte mientras seguía apretando su mano– Míralo bien. Este es tu origen, nuestra madre tierra. Nuestro pueblo y nuestra vida.

–Qué bonito, abuelo. Jamás me habías traído a este lugar.

–Aquí nos han pasado las cosas más hermosas. En este mismo lugar, junto al río, cuando tenía tu edad, dormía al pie del secadero, a la intemperie. Cuando el frío se metía en los huesos sabía que tenía que echar más leña a la lumbre y luego a voltearlos. Este lugar me hace llorar.

–¿Te pone triste?

–Todo lo contrario, Bolita. –Vicente soltó la mano de su nieta y se secó las lágrimas con el pañuelo de tela que sacó de su bolsillo– Solo lloro de alegría. ¡El recuerdo! ¡Qué bien me saben los recuerdos, pero qué duros son! Aquí conocí a tu abuela, justo donde tú estás ahora nos besamos por primera vez. Ella era tan buena.

–Apenas la recuerdo, abuelo.

–Era igual que tú. Preciosa y sonrosada, como los pimientillos que aquí yacen al calor. Olía a bondad y a pimentón. Nuestra vida ha olido así siempre. Escúchame, Bolita. ¿Estás preparada para ver el escondite mágico? Solo unos pocos pueden verlo. Debes guardar el secreto, este lugar es solo para unos pocos. ¿Prometes que no le contarás a nadie la existencia de este lugar?

–Lo prometo, abuelo.

Bola tenía los ojos tan abiertos que podrían haber salido de sus órbitas como un planeta catapultado. Sabía que aquel lugar era especial para su abuelo, dedicado toda una vida a su trabajo con el pimentón.

Vicente abrió la puerta y el calor los alumbró, la lumbre de encina les recibió en la penumbra.

–¡Prenda! Ahora cierra los ojos, antes de ver lo que vas a ver quiero que lo sientas con los demás sentidos. ¿Estás preparada?

–Sí, abuelo. Estoy preparada.

Vicente corrió la telilla que cubría el vano y el calor que allí habitaba desprendió un humillo que olía a algo especial.

–Antes de abrir los ojos, inspira y atrapa el aroma, Bolita. ¿Lo sientes? ¿Sientes lo especial de su aroma? Ahora espera, aguanta un poco más. Piensa en este momento. Piensa en mí, recuerda este instante. Quiero que cuando yo falte me recuerdes así, aquí metidos, los dos. Junto a nuestros pimientos. Ellos lo han sido todo en mi vida. Que se impregne el olor en tu mente. –Vicente pasó su mano por encima de los ojillos

cerrados de su nieta–. Ahora puedes abrirlos, este es mi regalo para ti. Mi mejor herencia.

Los rayos de sol se colaron reflejando el rojo fuerte de los pimientos que allí había. Un olor suave ahumado lo cubría todo, parecía un hechizo. Aquel lugar se quedó impregnado en la mente de Bola para siempre, su rojo fuerte, su aroma intenso, el recuerdo vivo de su abuelo.

–Es un lugar especial, abuelo. Qué bonito escondite.

–Lo más importante no es el lugar en sí, en realidad es un lugar medio abandonado, la herrumbre yace en los cimientos, el calor lo ha teñido todo de negro, pero este lugar es especial por lo que aquí ha acontecido: el amor impenetrable, la voz dormida de la abuela, su sonrisa a medio gas, la simiente de estos campos. Nuestro presente. Recuérdalo siempre y trae aquí a tus hijos y a tus nietos. Que esto no cambie. Que el pueblo siga viviendo, que nuestros pimientos sigan viajando en polvo al mundo entero, preciosa Bola.

 

Los años pasaron. Los niños siguieron cantando su canción a Bola que con el tiempo fue madurando ese color rojizo en fuego. Los cánticos crueles infantiles tornaron en halagos de juventud, y los halagos en su primer y único amor. La sabiduría le había hecho madurar, eso y el paso de los años, que fueron como el fuego de la lumbre de encina que abrasaba lentamente la carne de los pimientos. Así su rostro tornó en tez ajada, arrugada, algo más abrasada por el sol y por el paso del tiempo. Llegó el amor, y llegaron hijos: Jaranda, Jariza y Jeromín, tres pequeños ángeles que llegaron en otoño, sonrosados, cuando se recogía la cosecha. Por ello sus nombres, como los pimientos rojos de las variedades Ocales.

 

También llegó la vejez, y las carnes colgadas y la piel muerta. En poco tiempo sobrevino la muerte, la viudez de la anciana Bola, ya casi deshecha de recuerdos.

Y la vida se sucedió tan rápido que apenas le dio tiempo a adecentar su casa en aquella finca junto al río, bajo el arrullo de la reguera de Valverde de la Vera, apenas le dio tiempo a soñar, ni a vivir. Su vida fue la crianza y el campo. Y aquellos sueños que tuvo de niña jamás se cumplieron.

 

No hubo posada, ni la alberca tornó en piscina azul. Tampoco triunfó con sus platos más allá de los paladares de los vecinos de la comarca. Sus migas con panceta y pimentón, el picadillo de cerdo y su sopa verata con esencia de pimentón viajaron de casa en casa, de pueblo en pueblo: Madrigal, Villanueva, Valverde, Talaveruela, Viandar, Losar, Jarandilla...y así hasta llegar a Jaraíz, hasta allí llegaron sus recetas, pero jamás se sirvieron en aquel restaurante invisible que siempre soñó, a los pies del secadero, junto a la acequia y la higuera que aún aguantaba los años.

Sus sueños se abrasaron junto a los pimientos en aquel lugar.

 

Y en el último hálito de vida llegó la podredumbre, Bola quedó ciega.

Su última luz del día aconteció hace apenas unos días, cuando los agricultores comenzaron a recoger los pimientos rojos de este año. Llegaron Jaranda, Jariza y Jeromín y la llevaron, casi a tientas, hacia el secadero de su abuelo. Los cuatro cerraron los ojos e inhalaron el aroma que allí emanaba. La dulce Jaranda agarró un cucharón y dio a probar a Bola uno de sus guisos.

 

–Esto es por ti y para ti, madre. ¿Lo intuyes?

Bola, ya casi deshecha en muerte y sin ver, como cuando de niña su abuelo le hizo cerrar sus ojillos, respondió: “Podré ser ciega, pero este lugar es mágico, ya lo decía el abuelo. Traed aquí a vuestros nietos, y que estos sigan avivando la llama, será nuestro secreto, nuestro lugar. Y el del resto de quien aquí aventure estar”.

 

Los tres hijos inauguraron el famoso restaurante aquel día, en honor a su madre, en honor a sus antepasados, los que lucharon por ese lugar mágico.

 

Es allí donde ahora se ahuman los mejores pimientos de la comarca, que luego viajan en polvo por el mundo. Solo hay una norma en aquel restaurante: antes de probar sus platos, los comensales deben cerrar sus ojos e inhalar el olor del pimentón. Los que allí han estado dicen que no solo inhalan aromas, sino que los recuerdos del abuelo Vicente y de la madre Bola se introducen por la pituitaria como un susurro mágico, llegando al éxtasis cuando toman el primer bocado. Y un carrusel de recuerdos invade a quien toma bocado: se oyen las campanas de la plaza, los disparos en San Blas y las vilortas reptando por la piedra. Y una cancioncilla suena como con voz de niño ausente:

 

Bola carmesí, Bola bermellón / Cara de borgoña, redonda limón / Bola carmín, granate y fresón / Piel escarlata, color pimentón.

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El secadero de la finca de la Ribera, ahora convertido en restaurante, gracias a Jaranda, Jariza y Jeromín, junto a los naranjos y a la vieja higuera, es un lugar mágico. Siempre lo fue y siempre lo será.

Ya lo decía el abuelo.

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El coleccionista de sonrisas

Ganador Primer Premio IV Certamen Relato Corto de Castronuño

Castronuño. Valladolid. 2020.

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El hombre de la calle del Sol siempre ha sido un tipo raro. Tiene una trenza cana que parece una ristra de ajos y un torso huesudo, casi consumido, que da la sensación de mal alimentado.

Le observo desde la ventana de mi habitación con unos prismáticos. A veces se da cuenta de que le estoy mirando e inmediatamente baja todas las persianas.

Últimamente el olor que se desprende de su casa es más fuerte. Se hace insoportable cuando llega el calor, incluso, doña Mercedes dice haber visto cucarachas saliendo por la puerta.

Le llaman Diógenes, aunque en su buzón, un letrero dorado dice que viven Ángel Alegría y Soledad Martínez. Yo apenas la recuerdo, pero era una señora muy simpática. Tenía los ojos pequeños y negros como un escarabajo y la tez blanca como un iglú. Sus mejillas parecían brillantes cerezas sonrosadas que se hundían en dos hoyuelos cuando sonreía. Eso es lo que recuerdo de doña Soledad: su sonrisa.

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Cuando doña Soledad murió, Diógenes se compró una Canon analógica y comenzó a fotografiar a la gente por la calle. Yo vi sus fotos. Lo hice justo hace hoy un año. Diógenes salió con su carro de la compra que más que un carro parecía un saco de alambres y tela roída por el sol. Se dejó la puerta abierta y me atreví a entrar. La casa por aquel entonces no olía tan mal como ahora. Recuerdo que cuando abría las ventanas olía a cantuesos, tomillares y alguna retama que cogía en sus paseos por las riberas de Castronuño. A lo largo del corredor había un sinfín de pinturas al óleo con mujeres sonrientes: La Gioconda de Leonardo, la Jeanne Hébuterne de Modigliani y La mujer de plumado sombrero de Picasso. A continuación, se llegaba al salón donde había miles de libros apilados en el suelo. Al frente, junto al viejo televisor, había un cuadro pintado por él mismo del enorme meandro del río Duero que atravesaba nuestras tierras. La habitación parecía un anticuario repleto de tesoros: una Singer idéntica a la de la abuela María, tres Olivettis, un galán de noche y una imagen de San Miguel, nuestro patrón. Junto al chifonier, Diógenes amontonaba bolsas de basura llena de ropa y zapatos viejos. A duras penas pude avanzar hacia la cochambrosa cocina donde Diógenes acumulaba cientos de platos medio rotos, cucharillas de plata y comida en mal estado. Una gotera verdeaba los sucios azulejos en los que había pequeños agujeros, habitáculo de insectos y otros seres de los que doña Mercedes no quiere oír hablar.

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Un fuerte olor a orín se desprendía de la habitación contigua. Debería haberme marchado y dejar de fisgonear en aquella casa, pero algo me decía que en aquel lugar encontraría algo importante, algo como un tesoro como los del libro de Robert Louis Stevenson. Y así fue. Aquella habitación estaba forrada de miles de fotografías de personas anónimas sonriendo. Las había retratado Diógenes desde que murió su esposa para no olvidar lo que ella le brindaba cada día. Adiviné la sonrisa tímida de la farmacéutica, sus dientes parecían teclas armoniosas de piano y sus labios el jugo de las sandías: rojos, húmedos y carnosos. Sobre el viejísimo colchón encontré más fotografías con la sonrisa de las gentes que acudían cada Carnaval a la fiesta de los quintos, a caballo y con su sombrero de cintas y mantón de manila cubriendo el pecho. También estaba don Andrés a la salida de la iglesia y las familias que faenaban en el Padre Duero, en medio de la meseta surcando el río a pleno sol con sus barquitas endebles de álamo de ribera construidas por los carpinteros Sevilla y Moruso. Estaban retratados los Ferrines, los Ponches o los Genaretes. Todos alegres y radiantes en su faenar.

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Sonrisas amables, taciturnas, alegres, otras tímidas, escandalosas. Y al frente, la fotografía más grande, la de doña Soledad en su lecho de muerte, justo en aquella cama que ahora parecía un ovillo de muelles viejos. El día que murió portaba un camisón de seda y llevaba la melena suelta. Hasta muerta sonreía. Diógenes quería recordar a su esposa con cientos de sonrisas, es por ello que fotografiaba a la gente sonriendo, es por ello que perdió completamente la cabeza.

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Se oyen gritos en la casa de Diógenes. Dos agentes han entrado junto a una trabajadora social, la misma que se encargó de visitar a doña Aurelia cuando le abandonaron sus hijos. Doña Mercedes aguarda en el descansillo con un pañuelo bañado en pachulí. Mamá ha puesto la música alta para que yo no escuche nada, pero lo veo todo a través de mi ventana. Se llevan a Diógenes en silla de ruedas, maniatado, como si fuera un trasto viejo más, como él solía hacer con sus objetos en su carro de la compra.

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Han arrancado todas las fotografías de la pared y otros agentes vacían la casa. Van vestidos con trajes como de la NASA y unos guantes especiales que parecen las zarpas de un animal salvaje. En la puerta tres camiones cargan con toda la basura acumulada. Las sonrisas han tornado en miedo, acaso en fragilidad. Lágrimas caen rodando como una cascada escalera abajo. Hacia el meandro del Duero.

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***

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En la habitación cuatrocientos cuatro descansa Diógenes sentado en un sillón. La habitación está inmaculada: paredes blancas como el colmillo de un elefante y un gotero de suero al que está enchufado como si fuera Frankenstein.

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Es el cumpleaños de Diógenes. He pedido a mamá ir a visitarlo. Al principio no quería, dice que para eso está su familia, pero yo sé que Diógenes no tiene a nadie. Durante todos estos días he hecho un cuaderno de fotos con gente triste: un niño con su mochila llorando a las puertas del Florida del Duero, una mujer secándose las lágrimas en la calle, yo mirando a través de la ventana.

Se lo he entregado a Diógenes. Está muy desmejorado y aunque huele a limpio, sus ojos están más tristes que nunca. Tiene las manos ajadas y con decenas de manchas color champaña, parece un dálmata.

He querido hacerle reaccionar con las fotos. Le he leído la dedicatoria y ha sonreído:

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“He coleccionado tristezas y lágrimas para que sepa usted que así me siento desde que le trajeron a la residencia. Sus sonrisas las tengo grabadas en mi corazón. Tu amigo para siempre."

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A Diógenes lo han traído a la residencia porque tiene Alzheimer. Ya no recuerda nada. Mamá me ha dicho que en realidad se llama Ángel y no me extraña porque creo que lo es.

Lo de Diógenes es un trastorno del comportamiento que afecta a personas de avanzada edad y que le hace acumular cantidades de basura en el hogar. Yo todavía pienso que el señor Ángel lo que acumulaba eran pequeños tesoros que lo hacían más feliz.

—Tenemos que marcharnos, despídete del señor Ángel —dijo mamá con delicadeza.

El señor Ángel alzó la mirada y me obsequió con una última sonrisa.

—Abre el cajón de la mesita, tengo algo para ti —me dijo el señor Ángel mientras abría aún más sus ojos.

—Es su cámara de fotos, ¿es para mí?

—Cógela, es toda tuya. Aún funciona. Prométeme que seguirás captando sonrisas. La alegría es lo mejor que tiene el ser humano.

—Me duele verle enfermo.

—No hacía mal a nadie. Otros coleccionan dinero, ¡esos sí que hacen daño!, guardan en el banco toneladas de billetes que solo sirven para comprar cosas inservibles. Se creen ricos, pero son la gente más pobre. También están los que coleccionan fotografías de monumentos y ciudades y no se interesan por detenerse a mirarlas con sus propios ojos. Y no hay nada más bonito que disfrutar de una bella ciudad: Roma, París o nuestro Valladolid. Luego están los que coleccionan armas o los que se ríen de los débiles. A esos no les sucede nada. Y mírame, aquí estoy yo por coleccionar sonrisas y trastos viejos. ¡Diógenes me llamaban!

—Pero usted está aquí por otra cosa.

—¡No! Se querían deshacer de mí, echarme de mi propia casa para venderla al mejor postor. El ser humano es un egoísta.

—Tiene Alzheimer don Ángel. Deben cuidarle. ¿Sabe lo que es eso? ¿Acaso recuerda a Soledad?

—¿Soledad? La única soledad que he conocido es la mía propia. Yo, mis trastos viejos y aquellas fotos de sonrisas.

—Fue quien le enseñó todo eso. La vida es felicidad. La vida es una sonrisa. Pero usted ya no puede recordar.

—Tenemos que irnos —dijo mamá con un tono de resignación—. ¡Qué pena! El señor Ángel coleccionó de todo y ahora ya no le quedan ni sus recuerdos.

—Prométame que nunca me olvidará, señor Ángel. Prométame que seguiremos viendo fotos juntos.

—Váyanse por favor, déjenme solo.

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El señor Ángel fue desmejorando con el paso de los meses. Ya no recordaba ni cómo se llamaba, ni recordaba sonreír, ni tan siquiera recordaba a su amada Soledad.

Tantos años coleccionando objetos y ahora no tenía ni un solo recuerdo en su anciana mente. Y es que el Alzheimer llega despacio, sigiloso como un quelonio asustadizo en su caparazón y borra de un plumazo todos los recuerdos.

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Hoy en día, el niño que observaba a Diógenes desde su ventana es fotógrafo profesional. Trabaja en una revista americana que capta sonrisas en poblados de África.

Adivinen cómo se llama la revista:

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 “El coleccionista de sonrisas”.

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Kintsugi (Cicatrices)

Ganador II Certamen Relato Carmen Alborch.

Fuenlabrada. Madrid. 2020.

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  “Kintsugi: técnica de origen japonés para arreglar fracturas de la cerámica

con barniz de resina espolvoreado o mezclado con polvo de oroplata o platino. Forma parte de una filosofía que plantea que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto, y que deben mostrarse en lugar de ocultarse, incorporarse y además hacerlo para embellecer el objeto, poniendo de manifiesto su transformación e historia.”

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Hikari tiene tantos años que ya ha perdido la cuenta. Mendiga alrededor de una gran urbe, la cual es mejor no reconocer porque si alguien lo hiciera no querría formar parte de ella. Todos caminan en un solo sentido, envueltos en unos gases que emanan de cientos de automóviles que arrancan su motor, como si de un marcapasos se tratara, a deshoras, como una serenata de instrumentos desafinados.

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En la ciudad sin nombre nadie mira a los ojos de nadie y apenas se encuentran gentes con corazón, al menos eso dice la pequeña Baasima, que llegó hace un par de meses de Damasco casi montada encima de una bomba como imitando un viaje en globo aerostático.

La vieja Hikari, a pesar de no tener nada, goza de un gran prestigio en la periferia. Cuando decidió asentarse en el poblado, repleto de pulgas y ratas, ofreció todas sus enseñanzas a los que allí deambulaban. Algunos estaban de paso, como la joven Doris, que salió de Nigeria siendo niña y se hizo mujer en medio del mar de Alborán dando a luz a la pequeña Mercy a lomos de una balsa de plástico.

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La pequeña Mercy fue salvada por un ángel, una mujer llamada Eva que navegaba en misión humanitaria junto a su equipo. La niña no sabía si ahogarse entre sus llantos desgarradores o bajo las olas, como lo hizo su tía Patience y la abuela Blessing, convertidas en sirenas invisibles en el fondo del mar. Un rescate a destiempo pero triunfal, si así se puede llamar a una tripulación que salva a personas que buscan vivir.

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Eva, ahí donde la ven, no es tan fuerte como aparenta, o posiblemente sí. Tiene unos ojos pequeños como si fueran diminutas conchas de mar y un corazón que le sale del pecho, este último cruzado de este a oeste por una gran cicatriz que le marcó de por vida. A veces duelen más las cicatrices del alma que las de verdad.

 

Eva conoció a Hikari en el poblado, cuando visitaba en su tiempo libre a Doris y su bebé. Su mirada era triste, como si salvar vidas no fuera suficiente para hacerla saber que eso es lo que mejor le puede suceder a alguien. Hikari, cada mañana, regalaba a Eva una de sus sapiencias, a pesar de no tener nada.

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—Cuéntame Hikari, ¿cómo puedes sonreír cada mañana con todo lo que has vivido?

—Es por eso por lo que sonrío, Eva. A pesar del dolor hemos de valorar lo que tenemos.

—Disculpe mi insolencia, pero los que aquí habitan apenas tienen nada —replicó la mujer esperando la respuesta de Hikari.

—Tenemos dos manos. ¡Dos manos que sirven de guía a otros! Y una sonrisa. ¿Qué más se necesita para ser feliz, Eva?

—Yo, a pesar de tenerlo todo, no tengo nada. No me queda ni sonrisa.

—Se sonríe más por los ojos que por la boca y tus ojos están apagados. ¿Qué les suceden?

Eva escondió su mirada ruborizada, como queriendo ocultar lo que el fondo de su alma descifraba.

—Jamás lo superé, maestra. La enfermedad me apagó para siempre —confesó Eva con sus ojos ahogados en agua de vidrio.

—Las heridas deben mostrase al mundo, es así como nos fortalecemos. En nuestra debilidad está lo mejor de nosotros.

—¡Y lo peor! De ello se aprovecha la gente.

—Solo hay que mostrarse al mundo, Eva. Mostrarse al mundo y sonreír, lo demás viene solo. ¿Acaso no sientes el agradecimiento de Doris y su bebé? Es por ti por lo que siguen con vida. ¿No te vale eso?

—Prefiero ocultar mis heridas, Hikari. La enfermedad me mató para siempre, aun siguiendo con vida. En cada reconocimiento, cada seis meses, ¡seis malditos meses! vuelve a martillar la muerte en mí, como una apisonadora. ¿Y si vuelve la enfermedad? ¡Y esta cicatriz! —la mujer puso su mano sobre el pecho izquierdo— ¡Las cicatrices deberían borrarse para siempre!

—No hablo de las cicatrices físicas, Eva. Aunque también. Hablo de las que habitan en el alma. Las heridas que tú tienes brotan desde el fondo de tus ojos y así no puedes ser feliz. Debes dejarlas salir, mostrarlas al mundo. ¡Mírate! Justo lo que estás haciendo ahora conmigo. —Hikari sacó un lapislázuli de una vieja bolsa y se lo entregó a Eva— Esto es para ti, míralo cuando te sientas con miedo, su azul te hará encontrar la paz.

—Pero, ¿cómo sabes de su color si eres ciega, Hikari?

—Los colores se sienten con el alma y una ciega como yo ya lo vio todo. Pero escúchame, Eva, debemos mostrarnos al mundo, con nuestras fortalezas y, sobre todo, con nuestras debilidades. Ellas nos harán fuertes. ¿Qué hubiera sido de mí si ciega y desahuciada no hubiera seguido adelante? Podría haberme vuelto una vieja huraña, venida del Japón, sola y triste. Pero me mostré al mundo y les ofrecí lo único que tenía.

—¿Y qué era? —preguntó Eva.

—Mi corazón.

—Entonces, ¿si muestro todo lo que está roto dentro de mí volverán a verme como una verdadera mujer?

—Nunca has dejado de serlo. La enfermedad no hace que seamos menos mujer que otra. Si te muestras como eres, Eva, tú serás quien te veas como la más bella del mundo y con tus sapiencias contagiarás al resto. Es como el kintsugi.

—¿Kintsugi?

—Los objetos cuando se rompen no hay que ocultarlos, sus fracturas, nuestras cicatrices, son las que nos hacen bellas. No hay que tener miedo a mostrarlas. Seguramente, si la enfermedad no te hubiera abordado, jamás hubieras montado en ese barco con ese maravilloso equipo. La enfermedad te hizo valiente. Doris y Mercy quizás ahora serían sirenas invisibles, hubieran muerto. Y si están con vida es por ti. La enfermedad te empujó a hacer algo. ¡Algo por los demás! Es por ello que debes mostrar tus cicatrices. Hay que llorar, llorar alto. ¿Hay algo más bello que eso? ¡Mujeres valientes!

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Con las enseñanzas de la vieja Hikari, Eva volvió a sonreír, más con sus ojos que con su boca, es así como se sonríe, mostrando la belleza de la fragilidad, como los jarrones recién arreglados, cubiertos de polvo de oro.

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Meses después, cuando Eva volvió al poblado, encontró que la vieja Hikari enterró sus sabios relatos, su corazón dejó de latir. Agarró con fuerza el lapislázuli que le había entregado y apagó sus miedos, llorando sin rubor, mostrando al mundo todas sus cicatrices, junto al abrazo de la joven Doris y su pequeña Mercy que ya aprendía a caminar, cerca de la niña siria Baasima, que acababa de entrar en la escuela y olvidaba los sonidos de las bombas para siempre, en aquella ciudad dormida, que, como un efecto dominó, se contagió del entusiasmo de Eva, el aprendido de los relatos de la vieja Hikari.

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Aquella ciudad volvió a ser feliz y algo más humana, cuando todos comenzaron a compartir lo que antes ocultaban, sus pequeñas cicatrices, las que les hizo más humanos. Y más valientes, como todas esas mujeres. Esas grandes y maravillosas mujeres.

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El vuelo de Arundhati.

Ganador XII Certamen Relato Esperanza Asuar.

Cartagena. Murcia. 2020.

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Desde lo más alto, el río Sharavathi parecía un gigante llorando. Las cataratas Jog caían formando una neblina que emulaban el mismísimo paraíso. Al pie de las montañas, en la casa de la maestra Indira, la pequeña Arundhati miraba la jaula de puertas abiertas esperando que el último gorrión saliera de su cárcel.

El pájaro, ausente y desconfiado, miraba a través de los alambrillos cómo los demás pájaros volaban libres. Cuando el sol comenzó a deslumbrar a través de las aguas iridiscentes de las cascadas, el pájaro asomó su cuerpo al borde de la puerta, miró a ambos lados y echó a volar.

La maestra Indira podría haber sido pájaro tiempo atrás. Cuando era joven, su padre, el viejo Madhur, quiso casarla con una buena familia de Delhi. Ella permanecía esperando un buen hombre, pero al igual que el pequeño gorrión, asomó su cabeza a las puertas del mundo y escapó. Fue entonces cuando Indira se instaló lejos de todos y de aquel patriarcado y casamientos a cambio de dotes. Voló tan alto que se juró a sí misma que ayudaría a los demás pájaros a ser libres. Se dedicó a recoger todos los libros que encontró en vertederos y fundó su propia biblioteca. Más tarde, cuando los niños conocieron sus más bellos cuentos, fundó una pequeña escuela a la que al fin accedieron todas las niñas del poblado. A Indira la respetaron todos los vecinos. Extraño era que una mujer no tuviera marido, las que quedaban solas, quedaban relegadas a pedir limosna y malvivir junto a otras mujeres hacinadas en habitaciones putrefactas. Pero Indira fue la primera mujer en toda la India que aprendió a vivir sola bajo los respetos de todos los vecinos.

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La casa de Indira tiene un gran jardín a pie de las cascadas, allí todos los pájaros vuelan libres. Había decidido hace tiempo liberarlos de toda jaula. Acudía al viejo mercado donde compraba a los hombres todos los pájaros enjaulados que vendían: gorriones, carracas y colilargos. Las cargaba en su vieja mula y cuando llegaba a su jardín abría todas las puertas esperando que aquellos pájaros decidieran alzar su vuelo.

La pequeña Arundhati visitaba aquellos jardines cada día. Ayudaba a descargar las jaulas y colocarlas en las ramitas de los banianos, abrían sus puertas y esperaban a que aquellos pajarillos decidieran echar a volar.

Aquella mañana, Arundhati, cansada de esperar, zarandeó una de las jaulas donde un mosquero de Nilgiri permanecía acomodado. El pajarillo azul y tembloroso se lanzó al aire a la fuerza, alzó su vuelo y desapareció a través de las montañas.

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—¿Por qué has obligado al pajarillo a volar? —preguntó la maestra Indira a la niña.

—Esa es nuestra labor, maestra. Debemos dejar libres a todos los pájaros. ¿No es eso lo que me enseñaste?

—La libertad no consiste en zarandear a los pájaros y obligarlos a salir de su jaula, Arundhati.

—Entonces, ¿en qué consiste la libertad, maestra? —volvió a preguntar la niña llena de dudas.

—La libertad consiste en no cerrar las puertas. Hay que abrir las ventanas y enseñar a quien está dentro que fuera hay un mundo que no conoce lleno de otros colores, solo así el pájaro puede decidir si quiere salir o quedarse dentro. —La maestra Indira alzó su mirada y con el brazo en alto señaló al infinito. Allí volaban hermosos flamencos y un par de codornices del Himalaya, al ras de las praderas húmedas. —¿Ves cómo llegan los flamencos? Es tiempo de su vuelta, ellos regresan a nuestro jardín porque nadie los obligó a quedarse. Podrían haber decidido no volver, pero ellos siempre lo hacen.

—Maestra ¿alguna vez estuviste enjaulada? —la pequeña Arundhati observaba las aves como hipnotizada.

—Por desgracia, y tú también lo vivirás, aquí las mujeres estamos condenadas a vivir en una jaula, nadie te abrirá la puerta. Por eso, Arundhati, debes conocer que allá en lo alto, donde sobrevuelan los flamencos, hay más montañas, un manto espeso verde de árboles, y aún existen más ríos, unos son pequeños y hermosos y otros muy caudalosos. En ellos bebe el elefante. El mundo está más allá de nosotras, es infinito.

—¿Y por qué si hay un mundo tan hermoso más allá, el mosquero no quería salir? —preguntó curiosa la niña.

—Cuando un pájaro nace enjaulado y le enseñan que ese es su sitio, servido de comida y agua limpia, el pájaro no necesita salir de allí, aunque le abras la puerta. Hay que darle su tiempo. Lo mismo te sucederá a ti, Arundhati. ¿Por qué crees que cada mañana te leo cuentos? ¡Solo ellos te avivarán las ganas de volar! Solo a través de las letras conocerás que hay mundo más allá de nuestras fronteras y que las mujeres pueden avanzar por sí solas, sin hombres ni dotes. ¡El pájaro siempre decide volar!

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Años más tarde, Arundhati supo que las enseñanzas de la maestra Indira fueron la llave para abrir la ventana de su propia jaula, aquella en la que residió de niña mientras observaba el aleteo de los flamencos en aquellos jardines. Gracias a los libros, la pequeña Arundhati escapó de la garra del matrimonio concertado y de la infelicidad, asomó su cabeza por la ventanita y con los pies al borde, temblorosa, alzó su vuelo como los gorrioncillos de aquellas jaulas.

Ahora Arundhati sigue leyendo cuentos a los niños y niñas lejos de su pueblo y cuando quiere regresar a los jardines de Indira, mira al cielo y, sonriente, observa cómo los pajarillos vuelan libres en bandada, recordando la paz de su maestra.

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Una disparatada historia en Gaiena.

Primer Accésit X Certamen Relato Breve Casa de Jaén en Córdoba.

Córdoba - Jaén. 2020.

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23:00 P.M. Artefacto no identificado se estrella en el Convento de las Bernardas.

La cápsula PAPAJOTE I se había estrellado en el Patio del Convento de las Bernardas. El artefacto parecía un moderno ataúd metálico en cuyo frontal había dos luces iridiscentes que emitían un ruido emulando el sonido de un radar. La noche era fría y una leve neblina caía en la ciudad como si fuera el velo de una novia.

El extraño ser con apariencia fantasmagórica salió del habitáculo con la lentitud propia de un quelonio viejo mientras reconocía el lugar inyectando las uñas protuberantes de sus huesudas manos sobre el empedrado. De su cabeza alargada como un retrato de Modigliani salía una larga cola de caballo cana trenzada cuya apariencia se asemejaba a una ristra de ajos. Sus ojos parecían diminutos escarabajos negros y su figura era enclenque y huesuda en la que se adivinaban unas finas costillas como de galgo corredor. Lo curioso del ser fantasmagórico no era su aspecto pálido y enfermizo, ni tan siquiera su rostro demacrado y cansado por el largo viaje que había realizado. Lo curioso del extraño ser fantasmagórico era el atuendo con el que iba vestido: un traje de mujer diseñado por el creador jiennense Leandro Cano.

El ser fantasmagórico se erigió emulando la esbelta catedral y, tras los estrepitosos sonidos que emanaban del radar que portaba, siguió la indicación que marcaba el aparato en dirección a la calle de las Bernardas.

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Apenas habían pasado treinta y cuatro minutos y tres segundos cuando el hombre llegó a su destino. Apagó el radar y se despojó del vestido del joven diseñador para no causar desconcierto en las personas que iba a visitar. Se quedó pasmado ante la preciosa fachada de Juan de Aranda, arquitecto además de la catedral de Jaén, y se vistió con una casulla de cura que había a la entrada, junto al naranjo. Había llegado al Convento de las Bernardas para acatar su primera misión en la ciudad.

 

23:35 P.M. El ser fantasmagórico se adentra en el Convento.  

La Hermana Gumersinda escuchó un ruido cerca de la cocina que aún desprendía olor a almendras y miel. Las demás monjas dormían en sus solitarias habitaciones esperando a que el reloj marcara las siete de la mañana para comenzar los rezos en la Iglesia. Cuando quiso darse cuenta, se vio rodeada en la oscuridad de un mar de harina esparcida por el suelo y un enorme charco de leche fresca que destilaba olor a dulce.

La Hermana Gumersinda agarró fuertemente el rodillo de amasar y presionó el interruptor de la luz mientras, con su otra mano, con más miedo que fe, sostenía fuertemente un rosario.

Al encender la luz no podía creer lo que estaba viendo. Se le iluminaron los ojos como si se le hubiera aparecido la mismísima Virgen. Al frente, junto a los fogones y a los sacos de almendras, el ser fantasmagórico relamía, como si se tratara de un animal salvaje, la mezcla de harina, azúcar y leche que había derramado en el suelo. Era el mismísimo cura don Manuel resucitado.

 

00:09 A.M. La Hermana Gumersinda y los dulces del obrador.

La Hermana Gumersinda salió corriendo por el zaguán huyendo del fantasma, pero este la alcanzó por la espalda tirando con fuerza del collar en el que colgaba una sobria cruz de madera.

—¿Qué quiere de mí? ¡Esto es un milagro! Aléjese don Manuel, este mundo no es para usted, debe seguir con los muertos. Señor, protéjame, se lo ruego —dijo la monja mientras seguía agarrando con fuerza el rosario.

—He venido en son de paz, solo necesito algo de su convento —respondió el fantasma.

—No son horas de pedir nada y menos de colarse en nuestro espacio de clausura. Dios lo perdonará si se marcha de inmediato.

Don Manuel zarandeó a la monja mientras esta se llevaba las manos a la cara y encadenaba un rezo con otro sin perder la calma. Abrió todos los armarios como buscando un tesoro, quizás una reliquia monacal. Tiró los cartones de huevos sobre la encimera como si fueran bombas estrellándose en una guerra, abrió con fuerza los sacos de harina y las bolsas de azúcar mientras olisqueaba la miel, el chocolate y las pasas guardadas en la alacena. Inundó la cocina de leche como si se tratara de un mar en medio de la nada. Lanzó las botellas contra el suelo, abrió los hornillos y dejó caer ollas y cacerolas sobre el fregadero de piedra.

—Necesito la receta, hermana. Comience a hacer los dulces más deliciosos del convento para mí. Tengo que dar con la auténtica receta. ¡La necesito!

—¿De qué habla don Manuel? Por favor déjenos en nuestra concordia. Los caminos del Señor le guiarán hacia su propia paz, váyase, déjenos tranquilas, se lo ruego. ¡Dios solo hay uno y él es el único que resucitó! ¡Vuelva al reino de los cielos!

El ser fantasmagórico obligó a la Hermana Gumersinda a cocinar durante toda la noche los dulces que solían hacer en el Convento. Necesitaba conseguir el dulce más preciado y hasta que no lo consiguiera no abandonaría aquella ciudad. Separaba las claras de las yemas para las rosquillas de miel y mezclaba el mejunje a base de harina, levadura, leche y anís hasta obtener la masa. Conseguía unos dulces exquisitos que no lo eran tanto para el cura don Manuel que obligaba a la monja a hacer otra de sus recetas hasta dar con la que realmente buscaba. La Hermana Gumersinda cocinó durante toda la noche. A las rosquillas se sumaron mantecados de ajonjolí, leche frita, roscos de vino y anís, bizcotelas y hojaldrinas, pero don Manuel no estaba satisfecho con el trabajo de la monja. El dulce que él buscaba no era ninguno de aquellos que la monja había estado cocinando durante la noche.

Mientras las otras monjas dormían sobre los efectos opiáceos de algo que el cura resucitado las había administrado, y cuando apenas quedaba una hora para el alba, don Manuel pidió un último deseo a la Hermana Gumersinda: quería escuchar la obra que más le gustaba de su cantautor favorito, Joaquín Sabina y Calle Melancolía.

 

08:10 A.M. El ser fantasmagórico secuestra a la monja.

Cuando amaneció, el fantasma de don Manuel agarró a la Hermana Gumersinda con bravura y se introdujeron en el SEAT 600 perteneciente a la congregación. Arrancaron el motor que sonaba a órgano viejo y buscó en el radar las coordenadas del lugar en el que podría encontrar lo que iba buscando: los auténticos papajotes de Jaén.

—¿Y para qué quiere usted los papajotes? —preguntó la monja con curiosidad.

-No puedo vivir sin ellos. Desde que me enterraron los he buscado por los senderos de la muerte, pero ni rastro de ellos, Gumersinda. Es por ello por lo que he regresado a la ciudad. Los necesito. No puedo ascender a los cielos sin probarlos de nuevo.

—¿De verdad ha resucitado por los papajotes? Entonces, ¿es verdad que las almas cuando fenecen ascienden a los cielos? ¡Hay que beatificarlo don Manuel! Es usted un santo, es el nuevo mesías.

—No exagere Gumer, lo único que quiero son los papajotes. Quiero llevarme toneladas. ¡Los quiero! Es el dulce más preciado de nuestra ciudad bendita. Son como pequeños senos: dulces, redondos, pequeños rayos de sol que se deshacen en la boca ¡Son como un beso!

—¡Ojalá reviente como el lagarto de Jaén!

—¡Hermana!

—Hasta he bautizado a la cápsula con su nombre bendito: “PAPAJOTE I”.

—¿PAPAJOTE I? —preguntó la Hermana Gumersinda con extrañeza.

—¡Papajotes de Jaén! No puedo ascender a los cielos sin ellos. O los encontramos o prometo por Dios volver a Tierra. Resucitaré para siempre. Iré en contra de las normas divinas. Resucitaré al dragón lagarto de La Malena y él volverá a comerse a sus gentes. ¡Lo juro!

—¡Perdónelo Jesucristo! No utilice el nombre de Dios en vano, don Manuel, o San Pedro le cerrará las puertas.

Cuando atravesaban la Plaza del Pósito, en la intersección con la Placeta de San Francisco, el cura don Manuel dio un frenazo en seco. Tal fue el golpe que la Hermana Gumersinda quedó inconsciente unos minutos. El cura, como si hubiera visto al mismo Espíritu Santo, salió del coche y ojiplático, se plantó frente a un escaparate de electrodomésticos donde había en exposición un centenar de radios de galena. Su ídolo de la canción, el jiennense Raphael cantaba el Yo soy aquel en el Festival de Eurovisión de aquel año.

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10:33 A.M. Cuando el cura don Manuel descubre el lugar donde venden los papajotes.

Cuando Raphael terminó su actuación, el cura don Manuel despertó a la Hermana Gumersinda que aún seguía inconsciente en el asiento roído del copiloto, le dio agua fresca y continuaron el viaje en busca de los papajotes.

El frío se hacía notar en el empedrado de las calles, Sierra Mágina abrigaba a la ciudad como si fuera una bufanda de lana blanca rodeando su cuello. Avanzaron por la calle Bernabé Soriano y torcieron a la calle Campanas, el radar que portaba el fantasma don Manuel vibraba como un cascabel. El bip bip cada vez era más sonoro, parecía el canto de un jilguero. De repente, una voz femenina salió del interior del radar, el cura y la Hermana Gumersinda frenaron en seco.

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«Plaza de Santa María. Ha llegado a su destino»

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El cura don Manuel se plantó frente al escaparate de enorme cristal y observó algo que le hizo sonreír. Aterciopelados bocados que parecían bailarinas con tutú, eran como nubes rebozadas en azúcar, esponjosas, como el suspiro de una diosa. El cura don Manuel había encontrado el manjar más preciado, el que le había hecho viajar de nuevo a la vida. Los auténticos papajotes aguardaban en aquel escaparate de aquella antigua pastelería. Entró en la tienda y compró decenas de cajitas, se despidió de la Hermana Gumersinda y abandonó la ciudad en dirección al reino de los cielos.

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Mientras, sonaba Calle Melancolía de Joaquín Sabina. La música acompañaba el vuelo etéreo de aquel ataúd ultramoderno a modo de cápsula espacial donde viajaba el cura don Manuel, lejos de la ciudad de Jaén, junto a sus dulces.

Y la ciudad se hacía cada vez más pequeña, ineludiblemente diminuta, mientras su canción sonaba desde su cápsula espacial.

 

“…Las chimeneas vierten
Su rollito de humo
A un cielo cada vez
Más lejano y más alto
Por las paredes grises
Se desparrama el zumo
De una fruta de sangre
Crecida en el asfalto…”

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La curandera de Valverde.

Primer Premio I Certamen Relato Valle del Ambroz."Erótica,diversa e igualitaria".

Hervás. Valle del Ambroz. Cáceres. 2019.

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1. Vieja postrada en una silla. Hervás. 2019.

La quietud de aquella casa abandonada era el vivo reflejo de cómo estaba el alma de Helga Bergman después de que la separaran de su eterno amor prohibido.

Ahora permanecía inerte recluida en una lejana residencia del Valle del Ambroz. Sus ojos aguamarina habían tornado en azabache, como si el luto se hubiera instalado en su retina. Después de todo lo que sucedió, la vida dejo de ser vida.

 

2. El asunto. Valverde de la Vera.1950.

La calle de la Mimbre se partía en dos. Aquel reguero de agua clara procedente de las gargantas discurría por las calles separando dos mundos. Las mujeres se recluían en las oscuras casas, lejos de la luz.

Leopolda entró sigilosa en el zaguán. Al fondo, tras las aspidistras, Helga esperaba nerviosa.

—Están todos en el casino, al fin podremos estar tranquilas —dijo Leopolda mientras abría el maletín de cuero.

—No estoy segura de si lo que estamos haciendo es asunto de bien. Una mujer no puede estar distraída. ¡Tengo tres hijos, Leo!

—No levantes la voz—apostilló la curandera mientras se quitaba su ropa. Ahora es nuestro momento. He traído algo que te gustará. Te aseguro que nunca antes habrás sentido nada igual.

Leopolda sacó una jeringa y embadurnó sus manos con aceite.

—Desnúdate, Helga.

—¿Así, sin más? —Helga palideció. —Con Bernabé el asunto es diferente. Primero nos besamos y cuando el asunto está listo él me quita la ropa. Tenías que ver su bravuconería. Y su rapidez.

—Ahora pensaremos en nosotras. Las mujeres también tenemos derecho a pasarlo bien. Ellos siempre van a lo suyo. Lo haré lentamente.

La curandera desabrochó el botoncillo trasero de la camisa de Helga y comenzó a masajear la espalda de la mujer. Su piel estaba fría como un témpano. Después ordenó que deshiciera su larguísima trenza.

—No hay que andarse con remilgos, Helga. ¡Seremos libres! —Leopolda alzó el puño mientras discurrían las gotas del mejunje por su brazo.

—Baja la voz o nos oirán.

—Relájate, Helga. Cierra los ojos e inhala el olor del sándalo. Piensa en su calidez. ¿Lo sientes?

Helga comenzó a respirar suavemente. Su respiración parpadeaba con la rapidez de las agujas del reloj. Ya completamente desnuda, la curandera tocaba con sus finas manos la espalda de la mujer. Poco a poco. Lentamente hasta llegar a sus caderas. Leopolda se limpió las manos y sacó del maletín un artilugio de madera.

—Ahora siente cómo el aceite discurre entre tus piernas.

—Leopolda, necesito besarte. Esto es extraño para mí. Sabía que entre nosotras había algo especial, pero esto no es asunto de bien. ¡Estoy casada! ¡Ay si llegase ahora Bernabé! ¡En la plaza nos lapidaban!

La curandera acercó sus labios carnosos al cuello de Helga y con un juego casi hipnótico comenzó a besarla mientras acariciaba el sexo de la mujer con el artilugio.

—¿Te gusta? —preguntó la curandera.

—Tenía tantas ganas de ti. ¡Enciende la música! Van a oírnos, Leo.

Leopolda accionó el tocadiscos y comenzó a sonar Les feilles mortes de Juliette Grecó. Ahora eran tres mujeres las que habitaban aquella casa de adobe y madera. Bajo un cielo gris plomizo que anunciaba tiempos muertos. Años de silencio y machismo. El silencio dentro de un armario de bolas de alcanfor podridas. El olor del sándalo prohibido.

Tres mujeres en un mundo de hombres.

 

3. Extraño ruido en el fondo de la alcoba.

Las dos mujeres cabalgaban libres entre las sábanas de aquella cama. Piel contra piel, beso a beso, sintiéndose la una a la otra.

Al fondo, en el quicio de la puerta un extraño ruido aconteció. Las mujeres se sobresaltaron. Helga se arropó rápidamente mientras la curandera se vestía a trompicones recogiendo todos sus enseres.

—¿Has oído eso, Leo?

—Habrán sido los gatos, Helga. Relájate. Somos dos mujeres inofensivas, nadie dirá nada. ¡Soy la curandera del pueblo! ¿Quién iba a pensar mal sobre nosotras? Y si preguntan, yo solo he venido a ofrecerte mis aceites. ¡Ungüentos contra el mal!

—¡Hasta eso está mal visto! Van a creer que soy roja. Creyendo en brujas y augurios. ¡Dios nos aguarde! Quiero estar sola, Leo.

—Todo irá bien. Recuerda siempre el olor del sándalo, será nuestro secreto.

 

4. Una gruesa soga rodea su torso.

Suenan las campanas lentamente. El cirineo acompaña al hombre descalzo. El pueblo se mantiene en silencio. Un silencio frío, de los que hacen daño. El penitente, ataviado con enaguas de mujer, deambula en el anonimato. Su rostro es invisible a la muchedumbre de almas que le siguen.

Rostro velado, agua deslizándose por el reguero empedrado.

El hombre lleva unas vilortas colgadas de sus brazos y porta dos espadas cruzadas en su espalda. Pasos lentos arañan la piedra.

Las muchachas descalzas siguen al penitente. Helga tras el hombre, ataviada de un vestido azul ultramar. Se oyen los jadeos del mártir y el crujir de la soga que le aprieta el pecho.

Leopolda se une al grupo de viejas que parecen plañideras. Fantasmas vestidos de luto. Silencio purpúreo. Nadie dice nada. Solamente caminan persiguiendo al hombre de velo blanco y ensogado en la dirección que marca la luz del candil.

Leopolda olisquea la niebla. Huele a cirio, acaso a muerte. Un casco de luna ambarina alumbra como el farol que porta el cirineo. Tintineo de mecha. Sombras enjauladas en el suelo. El viento ruge como un león, se apaga la mecha del farol. Vuelve la oscuridad. Todo es extraño.

Helga mira de soslayo la figura de Leopolda. Un hombre encorvado, pero de espalda ancha las observa. La muchedumbre silenciosa gira hacia la cruz de piedra. Al torcer, el hombre engancha a la curandera de manera violenta. Helga sigue caminando con la muchedumbre sin darse cuenta del cruel asunto.

Las campanas suenan más fuerte que nunca.

Después quedan en silencio para siempre.

 

5. El escándalo.

Valverde amanecía en tinieblas. La fuente de la plaza susurraba con sus aguas como si fueran lágrimas cayendo. En el fondo sabían que aquella mañana ya nada sería igual para Helga Bergman.

Leopolda se había esfumado. Así era la vida en tiempos grises. Imposible el amor entre mujeres. La libertad era una utopía.

Llegaron las viejas con su manto negro gritando desde la iglesia.

—¡Han matado a la curandera! ¡Ha sido cosa de sus hechizos! —decían las mujeres.

Helga entro en cólera. Echó a llorar como si se hubiera mimetizado con la fuente de piedra. Sus gritos ensordecieron la plaza. Bernabé le agarraba fuertemente con la ayuda de otros hombres. Estaba fuera de sí. Su amor secreto había volado para siempre. Lejos, muy lejos de las calles empedradas de Valverde de la Vera.

—¡Han matado a Leo! ¡Mi Leo! ¡Me llevo sus caricias y sus besos! —gritaba Helga enloquecida.

—¡Esto es cosa de los ungüentos de la muy puta fallecida! ¡Ha vuelto loca a mi mujer! ¡Helga, Helguita mía! ¿Qué te ha hecho esa puta curandera? —maldecía Bernabé mientras introducía a trompicones a su mujer en la casa con ayuda de otros hombres.

Las habladurías no tardaron en llegar. Todos murmuraban entre visillos. La dictadura era una jauría de perros negros acechando por las calles. Valiente era Helga gritando su amor por Leopolda, ahora muerta.

—Hay que encerrarla, se ha vuelto loca. Mi mujer se ha echado a perder. La curandera le ha hechizado. Si hasta sus faldas levitan —decía avergonzado el hombre mientras los vecinos ataban a Helga a la cama.

—La muy puta ya lo hizo en la Casa de las Muñecas de Garganta la Olla. Bien sabían sus vecinos cómo las gastaba. ¡Una ramera a la que le gustaban las mujeres! ¡Dios la perdone! —decían los señores de las tierras.

—¡No se hable más del tema! —zanjó Bernabé. —Mi mujer perdió la cabeza, quién sabe lo que le hizo esa mujer. Pero Helga es bienaventurada, casada y con tierras y con tres hijos como fruto. ¡Una señora! Este tema enterrado queda. La llevaremos a Hervás, allí hay un buen médico que trata temas de cabeza. Por más que pese allí la encerraremos, se ha echado a perder. ¡Mi Helga, Helguita mía! Dios la aguarde siempre.

 

 

6. Una visita inesperada. Hervás. 2019.

Helga seguía postrada en aquella cama. Allí habitaban sus silencios desde hacía medio siglo. Ella y su inventada locura, aquella que hicieron hacer creer que tenía.

Una mujer entró en la habitación de Helga. Tenía sus mismos ojos. Un color azul petróleo inanimado, ausente.

—¡Abuela, soy yo, tu nieta! —dijo la mujer.

Helga permanecía ausente, como siempre lo había estado. Ella y sus sueños. Ella y Leo en su imaginario, besándose, abrazándose bajo el olor del sándalo.

—Antes de hacer lo que voy a hacer tengo que entregarte algo. Mis padres me dijeron que no sabían de ti, pero supe que no debías andar lejos. He estado buscándote mucho tiempo —la chica sacó algo de su bolso—. Regresé a Valverde, a aquella casa abandonada de la calle de la Mimbre. Aquel lugar especial para ti, abuela. —La vieja seguía inmóvil. —Encontré esto bajo una losa, en un pequeño cofre. Y he viajado buscándote para entregártelo. Tómelo.

La chica abrió el pequeño cofre y de él emanó un olor seco e inusual. Helga reaccionó, tras mucho tiempo inmóvil abrió aún más sus ojos. Aquellos que habían tornado en azabache por el luto de su amada. Eran los resquicios de las hojillas de sándalo que ambas compartieron. Leopolda, su amada Leo, volvía a visitarla entre tinieblas, quizá para darla el último beso, ya en libertad.

       

 

 7. El último beso.

Helga cerró sus ojos. Se dejó llevar por el olor que emanaba de aquel pequeño cofre. El realismo mágico invadía la escena. El cuerpo de Leopolda apareció entre tinieblas, en aquella habitación, a los pies de la cama de Helga. Después de tantos años volvían a encontrarse.

—La vida es un suspiro Helga.

—¡Cuántas veces he leído a Rulfo desde que nos separamos, Leo! “…Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace.”

—Siempre fuiste una mujer culta, aunque no te dejaran.

—A pesar de no tener nada…

—Nosotros nos bebimos la vida a borbotones, Helga.

—La vida y el amor. Apenas nos dio tiempo a nada, Leo. Pero nos amábamos, las dos lo sabíamos, y no hicimos nada. Tan solo esa estúpida canción, era nuestra canción.

—Les feilles mortes de Juliette Grecó.

—Cada noche la escuchaba mientras pensaba en ti, Leo.

—Qué canción más bonita

—“…las hojas muertas se amontonan a raudales. Ves, no he olvidado…”—Helga comenzó a canturrear.

—La letra parece la historia de nuestra vida.

“…la vida separa a quienes se aman, tranquilamente sin hacer ruido…”

 “…Oh! Je voudrais tant que tu te souviennes des jours heureux où nous étions amis…” —Teníamos que haber sido valientes. Teníamos que haber hecho lo que nuestros corazones anhelaban —dijo Helga agarrando la mano invisible de Leopolda.

—Desde la muerte todo se ve más claro. Aún recuerdo aquella noche, aquella mirada entre las calles oscuras del pueblo. Y el sonido de las campanas, fue la última vez que nos vimos.

—¡Desde entonces jamás volvieron a sonar! La última vez que las escuchamos fue aquel día. Aquel horrible día en que abandonamos nuestra vida. ¡La grisura de aquellos tiempos nos destruyó!

—Debes volver a hacerlas sonar, Helga. Ya solo queda eso. Valverde es un pueblo fantasma. La niebla se ha hecho dueña de la plaza, ya no huele a chimenea ni a matanza. Los balcones de madera lloran de pena, ni las termitas respiran. Ya no asan sardinas y huevos fritos el miércoles de ceniza ni se escuchan los disparos a la puerta de la ermita en las fiestas de san Blas. ¡Debes volver a hacerlas sonar!

—Muero por ti, Leo. ¿Habrá vida más allá? ¿Podremos pasear por el jardín de amarantas y nomeolvides? ¿Nuestros huesos se helarán o tornarán de nuevo en carne?

—Antes debes hacer sonar las campanas, Helga.

—Sin ti ninguna música suena ya, Leopolda.

—No me llames Leopolda, mujer.

—Dejaste de ser diminutivo el mismo momento en que nos alejamos. La muerte nos hizo adultas en un momento. Pero dime, ¿cómo hago sonar de nuevo las campanas? ¡Han desaparecido! ¿Dónde está la gente. Leo? ¿Dónde está el pueblo en que nacimos? Apenas tengo tiempo. La noche se acerca y yo también voy muriendo.

—Solo has de imaginar con todas tus fuerzas el sonido de las campanas, igual que imaginabas nuestros besos cuando olías el sándalo. Los sueños terminan por cumplirse.

—Mi sueño es estar contigo.                                                                           

—Pues sueña Helga. La vida es un suspiro. Nos quedan cien años en la eternidad. Regresa al pueblo y revívelo. No puedes marcharte y dejar que la niebla siga cayendo. Lucha por hacer sonar las campanas, Helga, así recordaremos nuestro último instante juntas, como si nada hubiese pasado. Revívelas, hazlas respirar.

Helga volvió en sí. Allí estaba su nieta junto al cofre con olor a sándalo. Leopolda le había visitado en sueños.

—Tengo que presentarte a alguien, abuela. También hemos venido para eso. Sé que la noticia te hará feliz.

A lo lejos apareció una mujer de tez pálida, se acercó a la nieta de Helga y la besó en los labios.

—Es Mariela, mi novia. Venimos a decirte que nos vamos a casar.

Helga sonrió, al fin el amor volaba con sus alas abiertas, con plena libertad.

 

8. Las campanas vuelven a sonar.

—Ahora solo quiero volver a escuchar las campanas del pueblo. Fue lo último que escuché mientras Leopolda se alejaba para siempre. Las campanas sonando como diciendo adiós. Fue un hasta siempre, un último canto de despedida. La censura las indujo al coma y ahora debo despertarlas.

—Solo si cierras los ojos muy fuerte volverás a escucharlas. Imaginarlas. Y así el pueblo volverá a renacer. Es triste ver la niebla en la fuente —dijo la nieta de Helga mientras abrazaba a su novia.

—Es lo mismo que me dijo Leopolda. Ya lo veo. ¿Ves cómo la niebla se disipa? —la vieja entró en delirio, moribunda— ¡El sol está saliendo! ¿Y las campanas? Se cierran mis ojos, ¿dónde están las campanas? Ya oigo a los niños reír en la plaza, y el agua cae con fuerza por el reguero. Las viejas van a misa y las gargantas se inundan de agua clara. ¡Se cierran mis ojos! Muy lentamente. Cocinan sardinas en carnaval y los pimientos brotan con fuerza. Despiertan las chimeneas. Huele a pimentón y a jaras. Los campos se pueblan de amapolas y nomeolvides: el rojo y el azul unidos. Niños juegan en el campo mientras se manchan el hocico de leche helá. ¡Las mujeres se besan libremente!

¡Se cierran mis ojos! Despacio, muy lentamente. Y, espera, ¿escuchas? Ya las oigo. ¡Las campanas! ¡Se oyen las campanas! Se cierran mis ojos, muy lentamente. Despacio y muy lentamente.

 

 

9. Salir del coma.

Las campanas volvieron a sonar. Repicaban con fuerza. La niebla se hizo luz. Primaveras brotan en Valverde. Salir del coma. El pueblo despierta, corren las gentes por el empedrado. Helga Bergman vuela alto, hacia la nube más blanca. Desde arriba divisa la comarca. La sierra de Gredos parece un titán, brota la flor del cerezo como si fuera un mar de algodón. Divisa cada pueblo mientras repican con fuerza las campanas, como una marcha nupcial. Volando en busca de su amada. Helga observa su pueblo y el de más allá: Valverde, Hervás, las Castillas y Madrid. Divisa en la lejanía la forma de cara de perfil de Iberia, mientras vuela aún más alto. Europa, África y hasta Oceanía. Y el globo terráqueo parece una piedra preciosa, un zafiro en medio del espacio. Azules como sus ojos moribundos.

Se va deshaciendo la anciana Helga Bergman, despacio, mientras oye las campanas. Muy lentamente, muere la vieja. Despacio. Muy despacio.

Mientras, de fondo canta Juliette Grecó junto a sus hojas muertas, susurrando a las campanas, volando junto a Leo y Helga, aferradas en su amor.

​

“…Y el mar borra sobre la arena los pasos de los amantes separados…”

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Una mariposa.

Finalista III Certamen #MicrocuentosLS del XXIII Festival Internacional del Cuento de Los Silos.

Los Silos, Tenerife. 2018.

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El gusano reptó por el orificio de la pistola. Cuando despertó, apareció convertido en mariposa en el estómago de la enamorada.

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La podredumbre del ser - Canto a la vejez-.

Primer Premio XXVI Certamen de Poesía de Primavera de Les Clotes Luis Chamizo.

Vilafranca del Penedès. 2018.

 

​

(I)Reflexiones de un viejo extremeño al borde de la muerte.

 

…Viajé desde tierras extremeñas hacia el mar

y fui farero.

Y antes de morir recordé la vieja encina que plantó mi abuelo.

Ahora es fuerte y vigorosa.

​

​

 

(II)La importancia de lo longevo.

​

Aún siguen haciendo falta los faros en la mar.

Y las cabañuelas, y la sabiduría popular,

las pancartas, los brazos en alto y el gritar.

Aún siguen haciendo falta.

​

El mirarte a los ojos recordando los púberes paseos por Montánchez.

La luz de mi linterna que inhiesta atravesaba tu neblina.

¿Acaso viviría una caracola sin su música interna?

¿Acaso podría navegar tu velero sin mi luz?

​

​

 

 

(III)La vejez.

​

¿Y si la vejez fuera un vetusto faro en un mar cargado de olas?

¿Y si fuera una ola cargada de ostras?

¿Una ostra cargada de perlas?

¿Una perla pulida de diamante?

¿Un diamante de nácar brillante?

Entonces, todos querríamos ser ancianos.

​

​

 

(IV)La podredumbre del ser.

​

Hay viejas con arrugas y viejos que no tienen pelo.

Y niños con leucemia de puntillas por el cielo.

Luego estoy yo que me voy deshaciendo entre olas

guiando a barcos cargueros.

Y en la urdimbre de mi espera

mi luz se va apagando en la noche sin luna.

Y desnudo me miro en el espejo del océano dormido

como Narciso arrojándose a las aguas.

Y veo a un faro con arrugas, a un viejo que no tiene pelo,

a un niño con leucemia viajando hacia la muerte.

​

​

 

(V)Cementerio.

​

Esta mañana amanecí en un cementerio de amasijo de hierros,

de mejillones sin concha, de lucios sin escamas.

En medio de un mar sin libertad.

Y bajo la sombra de mi herrumbre me fui muriendo.

Se fue muriendo el capitán del velero.

Se fue muriendo la noche sin guía.

Se iban muriendo el buque y el carguero.

Y en la agonía de mi espera

─tajantemente─

yo seguía pensando que aún hacía falta en este mundo.

​

​

 

(VI)Faros apagados.

​

Hay caracolas llenas de vacío y mares vacíos de olas.

Hay faros muertos sin luz y luces encendidas sin luciérnaga.

Y la vida oxidada en las uñas del que naufraga mar adentro

arañando la muerte carcomida.

​

Hay fareros que ya no son fareros y hay faros apagados casi muertos.

Hay sirenas que ya no nadan, náufragos que no naufragan

e hipocampos vestidos de miedo.

​

Plásticos flotando en un mar hirviendo ─como si fueran medusas ─.

Y el mar sigue de luto por la muerte del faro

mientras emana un reguero de lágrimas muertas.

​

​

 

(VII)Muerte.

​

El faro ha muerto esta mañana con el frescor de la alborada.

Lo han cerrado a cal y canto los enterradores de almas

─(y los nuevos inventos: satélites y cartas náuticas)─.

Si Miguelillo* resucitara volvería a escribir los mismos versos

con un nudo en la garganta:

​

─”…tanto dolor se agrupa en mi costado,

que por dolerme me duele hasta el aliento…”─

​

Azufre en sus ojos, salitre en las pestañas,

ha quedado ciego y somnoliento.

​

​

 

(VIII)Resurrección de un faro (in)servible.

​

…y alumbraré con mi linterna

el enjambre de barcos muertos con sus náufragos.

Y entonces sabrán que aún sigo sirviendo para algo…

​

​

 

*Alusión al poeta Miguel Hernández y su poema Elegía a Ramón Sijé.

​

 

 

 

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La matanza.

Primer Premio  Certamen de Poesía Lobón 2017.

Lobón. Badajoz. 2018.

​

La vieja arrugada extremeña barrunta algún mal presagio

mientras corren las gallinas desplumadas por los campos.

Cochinos para el engorde comen bellotas

marchitas

y hombres cocinan migas, zorongollos y gazpachos.

​

Escobones humeantes, cuchillos de jierro y plata,

la muerte acecha de nuevo

sale jumo entre las pajas.

Tres calderos de agua hirviendo y mujeres con cucharas

tiñen sus manos sangrientas como el vino de pitarra.

​

Llega el guarro por la plaza maniatado y asustado,

un experto matarife clava el gancho por la espalda

con tal mala suerte que el cerdo desata sus cuatro patas

y el hombre sin darse cuenta clava el jacha a una muchacha.

​

¡Oh Virgen de Guadalupe! ¡Qué desgracia, Virgen Santa!

que es mi mujer serrana la que muere desangrada.

Y el pobre animal desnudo corre fiero por la plaza

y otro hombre lo dispara en señal de fiel venganza.

​

Corren regueros de sangre del color del pimentón,

rojo escarlata de muerte tiñe el pueblo de dolor.

Ataúdes y cipreses y una corona de flor

y cien cuervos, y una misa y otra ruptura de amor.

​

 

Canta el viudo en Lobón

cuando llega la matanza.

Canta el viudo poemas tristes

cuando piensa en su serrana.

 

​

​

​

​

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​

 

Y ahora somos viejos.

Primer Premio XVI Certamen de Cartas de amor y desamor del Ayuntamiento de Gines.

Gines. Sevilla. 2018.

​

Ahora ya estoy viejo y arrugado y aquí me tienes, recordando nuestro amor ya casi muerto.

Recuerdo el día que nos conocimos, te fijaste en mí en la tienda de flores y semillas de la Mari, muy cerca de la calle de la Parra. Nuestro amor siempre ha olido a flor, a verbenas y jazmines, a alegrías y violetas, a tierra mojada después de la lluvia, a madreselvas y romero.

Crecimos juntos, sí. Demasiados años pendientes el uno del otro. En los días de riguroso sol me invitabas a un refresco, nos sentábamos en medio del olivar y siempre tenías ese vasito de agua fresca y clara que tanto me gustaba. Yo entonces sacaba pecho y te abrazaba con mis robustos brazos. Tú, casi al mismo tiempo me acariciabas suavemente con tus finas manos que fueron convirtiéndose en hacendosas y expertas herramientas de trabajo.

Te convertiste en la mejor campesina de aquestos lares y nuestro amor comenzó a entretejerse como se entrelazan las enredaderas en los muros, como se aferra el musgo a la roca y como la raíz se hunde en la arena, profundamente.

Recuerdo el día del primer presente, ese que te hizo sonreír por primera vez. El símbolo de nuestro amor. Cuando apareciste aquella mañana de junio al alba te sorprendí con los pendientillos de esmeralda que tanto te gustaban: redondos y pequeños. Fue cuando cayó tu primera lágrima. Y así, cada mediados de junio, te regalaba aquellos pendientillos que tanto te gustaban.

Una vez llegado el frío invierno, comenzaba nuestro letargo. Tú te marchabas a la ciudad con ese hombre con el que te casaste un día de Todos los Santos y yo quedé solo pensando en nuestro reencuentro, en nuestras caricias, en aquella sensación de abrazo cuando me tocabas con tus finas manos. Y cada año se repetía la misma historia: en invierno el letargo, esperando con ansia una nueva primavera, como la orilla de una playa espera el rumor de las olas.

Después vinieron los hijos: tres mujeres y dos hombres. Paseabas junto a ellos por la hacienda. Y él. El hombre que pudo abrazarte con el frío mientras yo, casi desnudo, lloraba nuestro amor clandestino, en el mismo sitio donde me jurabas tu amor y admiración. Solo yo, perdido en la sierra.

​

                                                                                     ***

​

Este año nuestro amor ha muerto para siempre. Te estuve esperando cuando florecen los almendros, tuve esperanza de que volvieras con la rojez del cerezo, e incluso esperé a que, con la llegada del sofocante calor, volvieras a convidarme con tus vasitos de agua. Pero siguieron pasando los meses y jamás regresaste. Te guardé los pendientillos esmeralda de aquel año que morían por tenerte, pero aquel año no apareciste.

Y yo iba muriendo de pena, me iba arrugando como se arrugan los seres podridos y con falta de amor. Mis brazos caían cabizbajos, mi figura era desgarbada y depresiva, como un alma en pena.

Y fue un catorce de febrero cuando regresaste y volvimos a vernos, yo apenas tenía fuerzas pero reconocí esos ojillos negros de soslayo, volví a admirar esas delicadas manos y sentí tus labios de carmín y tu corazón latiente. Éramos ya viejos, sin fuerza, casi con el alma encallecida por el paso del tiempo. La vida es breve, como la estela de las estrellas fugaces que me alumbraron cada noche de san Lorenzo. La vida es un suspiro.

Fue aquel catorce de febrero cuando de repente, cuando me mirabas con resignación, dejaste de vivir. Palideciste como palidecen los algodonales. Rostro níveo, corazón muerto. Dejaste de latir. Un paro al corazón, justo enfrente de mí. Y yo no pude hacer nada por salvarte. Fue entonces cuando se me heló el alma, mi sangre dejó de correr por mi cuerpo, la savia era ya vieja, casi envenenada por la soledad. Y es que soy ya un árbol viejo, un olivo sin fuerza, sin pendientillos que regalarte porque las aceitunas que tanto te gustaban ya palidecieron y no son ya esmeralda sino del color de la ceniza. Frutos arrugados sin sabor, tronco ajado y consumido por un cáncer que hace secarme para siempre, solo la carcoma se alimenta ya de mí.

Solo puedo agradecerte que te fijaras en mí aquella mañana en la tienda de semillas de la Mari, que me trajeras al campo con todo tu cuidado y me plantaras junto al resto de árboles que ahora parecen plañideros. Te agradezco que en días de sol me regaras con ese agüilla clara del río y que cada mes de junio, cuando brotaban mis primeros frutos, sonrieras como la primera vez.

Ahora aquí estamos tú y yo, frente a frente, un catorce de febrero muertos en el olivar. Nuestros corazones se han parado y mis aceitunillas ya podridas caen al barro como si fueran lágrimas. Y todos los olivos que nos vieron, lloran por nosotros, y lloran las nubes, y lloran los grillos y los cuervos vuelan en el olivar y los buitres carroñeros se aprovechan de nosotros. Muertos, amada mía, campesina que me cuidó, yacemos en la tierra que nos vio envejecer, y nuestros cuerpos se van pudriendo convirtiéndose en humus y nitrato. Ten por seguro, amada mía, que en este olivar siempre yacerá el amor porque nuestros cuerpos ya muertos se van deshaciendo juntos en el barro y de él nacerán nuestros hijos, aquellos que jamás pudimos tener.

Duerme amada mía, que yo dormiré contigo en la tierra de nuestro olivar. Duerme amada mía, que en primavera la vida volverá, las margaritas despertarán rabiosas y los olivos brotarán sobre nuestro lecho.

​

​

                                                                                             Siempre tuyo, tu olivillo fiel.

 

 

 

 

 

 

 

Flores para un mundo convulso

Tercer Premio I Certamen de Poesía Blas de Otero del Ayuntamiento de  Madrid. Distrito de Moncloa-Aravaca.

Madrid. 2017.

​

“Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra”.

BLAS DE OTERO

 

 

(I)Una jauría de versos negros. Revuelta estudiantil.

​

Corren estudiantes en Ciudad Universitaria

delante de una jauría de versos negros.

De ortigas que se enredan.

De epitafios que no deberían haber sido

y lo fueron.

De uniformes grises

y corazones rotos.

​

Qué mejor arma que las palabras.

Qué mejor palabra que los versos.

Qué mejor verso que el amor

para seguir viviendo

libremente.

 

 

(II)Desnudando mentes vestidas de ignorancia. La guerra.

​

...y seguirán cayendo hojas

en el Parque del Oeste.

Desvistiendo árboles,

desnudando mentes vestidas

de veranos sin sombra

e ignorancia.

Y entonces llegará el otoño.

Y un puñado de versos tristes deshojados

para frenar esta censura que nos mata.

​

 

(III)Soldados de plomo. Las tropas avanzan desde la Casa de Campo.

​

Eterna ciudad.

Si miráramos con los ojos de un niño

no serías lo que eres.

Serías una llanura de amarantas

y tu Casa de Campo un pasto verde esperanza.

​

Ciudad nodriza amamantadora

de dinosaurios de cerviz ciclópea

—pongamos que fuera el Faro de Moncloa—

esbelta como una jirafa

mirando al Cerro Garabitas

desde la soledad de tu asfalto inerte.

E inermes, alzan los brazos sus gentes

mientras la guerra se come a la urbe

— como Saturno devorando a su hijo —.

 

Si miráramos con los ojos de un niño

no serías lo que eres.

Los soldados serían muñecos de plomo

y sus disparos fuegos artificiales en la verbena de San Antonio.

Y con el toque de queda

todos correrían al refugio

como liebres a su madriguera.

Como cuando jugabas a ser gigante ante el hormiguero

de hormigas muertas.

Y tras la guerra

habrá muertos en la cuneta

que para ti serán princesas dormidas de cuento.

Y entonces vendrán los colores:

Azules,

rojos

y marengos

que para ti serán soldaditos de plomo.

​

Y ondearán banderas

que tanto daño hicieron

— y siguen haciendo —.

Y envolverás tu cuerpo con ellas

creyendo volar con tu capa

como un superhéroe

montado a lomos de tu dinosaurio de ciudad

 — inocentemente —.

​

Y desde lo más alto llegará el fin.

Llegará tu fin

niño triste de ciudad.

Y solo así acabará la guerra.

Se cerrarán las puertas

y escaparás por la ventana.

Y un campo de lirios muertos

brotarán de los alcorques

y volverán amarantas y ciclamores

y un puñado de flores para un mundo convulso.

​

Así quedará la ciudad.

En paz.

Pero sin ti.

​

 

(IV)La Rosaleda de Ramón Ortiz. Un ramillete de rosas para el recuerdo.

​

Un ramillete de rosas sin espina

para la miliciana que sufrió la guerra,

para el niño que no pudo crecer,

para modistillas cogidas del brazo de San Antonio

mientras soñaban con casamientos y alfileres

y sus sueños volaron a un hipogeo sombrío

y solo.

​

Un manojo de tallos limpios

para los que ensuciaron con sangre la ciudad,

para los que jugaron a ser soldados,

para los que mataron.

Porque la revancha es mejor con flores frescas

y sin balas.

Con rosas sin espina.

Con besos en bandeja de plata.

​

Y en el Jardín de la Rosaleda brotarán nenúfares

y brotará el agua de la Fuente de la Juventud

como un manantial de vida.

Y una ninfa pétrea dormirá en las laderas de sus pétalos.

Y habitarán cientos de flores disímiles de colores:

la Guirlande d´amour,

la Condesa de Mayalde,

la Frisson Frais,

la Rosa Blanca.

​

Porque en la diferencia de la flor reside su belleza.

¿Acaso deshojarías una rosa negra por no tener olor?

¿Acaso acabarías con su vida?

​

 

(V)Petricor. Después de la guerra.

​

...y el petricor perfumará la tierra

que serpentea a su paso por el arroyo Antequina

justo después de la tormenta de balas muertas…

Los últimos libros eróticos

Finalista Certamen Sensaciones y sentidos III de la editorial Diversidad Literaria.

Madrid. 2017.

 

Tras la guerra todo quedó desolado. Los sabios decidieron guardar en una urna los últimos libros eróticos que quedaron: Lolita de Nabokov, Los 120 días de Sodoma del Marqués de Sade y Las Cartas eróticas de Joyce. También introdujeron besos, caricias lascivas y juguetes eróticos. La urna solo podría ser abierta por los que defendieran el amor.

Y solo así acabaron las guerras.

 

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Amaneceres, malandanzas y realismo mágico.

Finalista Certamen Escritores al alba II de la editorial Diversidad Literaria.

Madrid. 2017.

 

Leopoldo Biencito salió corriendo calle abajo. Estaba cansado de inviernos sin sol, días sin amanecer y veredas envueltas en tiniebla. El realismo mágico del libro en el que él era el protagonista había quedado relegado al olvido y bien sabía que moriría en el último capítulo. Escapó tan aprisa que saltó a un libro de relatos donde el amanecer aparecía en cada página. Allí comenzó su felicidad.

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La vieja Rosario (Crónica de un barrio)

Segundo Premio I Certamen de Poesía Gloria Fuertes del Distrito de Usera.

Madrid. 2017.

La gente dice:
«Pobres tiene que haber siempre»
y se quedan tan anchos
tan estrechos de miras,
tan vacíos de espíritu,
tan llenos de comodidad.

GLORIA FUERTES.

 

(I)Torre de Babel.

Una Torre de Babel se erigió

sempiterna

en el centro del barrio.

Rueda el salicor en verano

a través del alquitrán de la calle silenciosa.

Mientras

una familia de chinos coloca farolillos rojos en

la avenida donde vive la vieja Rosario.

Todas las bisagras de su casa están cansadas de

inhalar vida y exhalar miseria.

Cuando llegó al barrio de adoquín y

ultramarinos —allá en los ochenta— todo era marengo.

Luego vinieron chinos y latinos y volvió a entrar aire en su ventana.

Trajeron el color de la llama ocre, amarilla, de

un matiz alegre que hizo que llegaran gorriones y

ruiseñores y oropéndolas, y en la

algarabía de su barrio polícromo

la luz iluminó Usera.

​

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​

​

(II)Cónclave de farolillos rojos.

La vieja Rosario ha visto mucho

y no ha visto nada.

Ha visto cambiar el barrio:

de la chapa a los ladrillos,

del ladrillo a la pizarra

mientras remienda su mente

y recuerda, —ausente—,

en el entredós de sus cortinas

cómo las vecinas pasean hacia

el cónclave de farolillos rojos

donde antes había pan de hogaza

y tiendas de ganchillo.

Ahora una niña china llora

con sus trencillas enredadas que

emulan una ristra de ajos de las que vende

el gitano en la puerta del mercado.

​

Sonríe la vieja a través de su ventana

recordando recuerdos en el entredós del tiempo,

recordando recuerdos olvidados,

olvidando recuerdos desgastados.

Que van

                                                 y vienen.

Que vienen

                                                        y van.

Como un vaivén.

Cuando llegó al barrio de adoquín

con su canasto lleno de ilusiones

y dos gallos bajo el brazo.

Ahora cacarean en un nuevo año:

desfile de dragones esmeralda

y un batallón de asiáticos bailando con gitanas y rumanas.

Huele a ramitas de romero,

a incienso, a curry, a té verde,

a abrazo fraternal de Babel.

​

Los goznes oxidados de su ventana chirrían

al son de flautas de bambú

y su piel erizada se desgasta

al son de los años

mientras el barrio baila cumbia,

mientras remienda su mente.

Y recuerda, —ausente—,

en el entredós de sus cortinas

cómo las vecinas pasean hacia

el cónclave de farolillos rojos

donde antes todo era gris

y ahora luce el color de su gente.

​

Y en el entredós de sus cortinas

muere la vieja Rosario,

sonriente,

mirando a su barrio de frente.

​

La muerte siempre llega.

Fría.

Irremediablemente—.

 

 

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​

(III)Cielo.

La vieja Rosario vuela a un cielo cóncavo

abandonando el salitre de alquitrán muerto

mientras divisa el verdor de Pradolongo

y el resplandor del dorado de los rostros chinos

en Marcelo Usera.

Cabalgan en aceras bermellón confeti,

celebrando el año del Gallo

mientras cacarean almas náufragas de ciudad

en el salitre del alquitrán muerto,

cálido,

cansado.

​

Desfilan como antaño desfilaron en patera,

o a través del Sáhara,

o en la Gran Muralla,

atravesando el Ganges,

o el Amazonas,

o los Cárpatos,

o Tombuctú.

Todos llegaron arrastrados por olas

y ahora conviven

en el salitre del alquitrán muerto

mientras la vieja Rosario se marcha

volando a un cielo cóncavo,

dejando Usera

y cualesquiera que allí quieran convivir

con el deseo del abrazo eterno.

​

¿Acaso todo se ve más claro desde lo alto?

 

 

​

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​

 

Brotarán candelas de la encina.

Primer Premio XXV Certamen de Poesía de Primavera de Les Clotes Luis Chamizo.

Vilafranca del Penedès. 2017.

​

«La Tierra no está para muchos trotes

 está cansada.

Cuando entierran en ella

niños con metralla

 le dan arcadas.»

GLORIA FUERTES.

​

(I)Entierro

Como el cuervo barrunta la muerte.

Como el grajo aviva el invierno.

Vuelan sobre bellotas inertes

por encima de sus huesos.

Y más abajo durmiendo

en las Vegas del Guadiana

una niña entierra cuentos,

una madre inhuma nanas,

mientras el padre fabrica

un ataúd de pizarra.

 

(II)Dolor

Muñecas convalecientes.

Columpios con cien fantasmas.

La madre entierra a su hija.

Buitres devoran su alma.

 

(III)Soledad

Están tristes las encinas

ya no brotan las candelas.

Sus lágrimas son morfina

que envenenan con su pena

al sol y a la luna llena.

 

(IV)Exilio

¿De qué ha muerto mi hija?

-Se pregunta la madre extremeña-

Del dolor que causan bombas.

De la censura.

De ver morir el musgo putrefacto entre las rocas.

De ver morir de hambre a niños en Las Hurdes.

Del señorito que explota al labrador.

De ver campos de tabaco muertos

y tierras en barbecho sin pudor

mientras los relojes de arena se quedan sin tiempo.

De clepsidras ahogadas.

De mujeres condenadas

a  cocinar migas y zorongollos

mientras pasan la vida enclaustradas.

La bomba que cayó del cielo la mató.

De repente.

Así es la guerra.

Rápida, ruda, rugiente como un cáncer, irreverente, ruin, rabiosa.

Marchita.

Entiérrala debajo de la encina

para que broten con fuerza las candelas.

Para que la resina sea paz

y las abejas liben sabiduría

de las amapolas de los campos

y  la propaguen por todo Extremadura

y por el globo terráqueo.

Y los grajos volarán alto y así no habrá inviernos

sino primaveras.

Y nadie dirá que aquí yace un muerto

sino una princesa.

Y después vete lejos.

A Madrid o a Vilafranca.

Y vuelve a cantar nanas a tus otros hijos.

Y en verano volverás al pueblo

y volverán  los versos

a entrar por tu ventana.

                

 

(V)Renacer

Volverán a brotar las flores.

Volverán a reír las almas.

Cuando la muerte pasa

la vida vuelve con ganas.

 

 

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De unicornios y corceles alados

Finalista II Concurso internacional de microrrelatos "Microfantasías" de la editorial Diversidad Literaria.

Madrid. 2017.

 

Dícese que en tiempos de unicornios y corceles alados,la escritora más célebre de cuentos fantásticos murió dejando inacabado uno de sus relatos.Años más tarde,su viudo abrió aquel cuaderno y de sus ojos emergieron lágrimas de tinta negra.Se deslizaron por el papel cual tempestad en el mar y mágicamente concluyeron el relato que ahora lees.A él le siguieron cientos de microfantasías.

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La ciudad sin corazón.

Finalista II Concurso de microrrelatos de la Fundación Isekin y la editorial Diversidad Literaria.

Eibar. 2017.

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El novelista escribía cuentos en La Ciudad Sin Corazón. Por cada letra escrita el Rey regalaba una moneda de oro a sus vasallos y estos, por cada cuento, donaban su corazón. Es así como La Ciudad Sin Corazón volvió a latir de nuevo. Las casas se llenaron de libros, las escuelas de ingentes bibliotecas y los hospitales se atestaron de donantes. Y todo ello gracias a los cuentos.

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Una Mantis religiosa devora a su presa.

Finalista V Concurso de relatos Isonomia; organizado por la Fundación Isonomia de la Universidad Jaume I de Castellón y ACEN editorial.

Castellón. 2016.

​

Dolores es una anciana octogenaria cuya única afición es ver el noticiero por televisión.

Música de cabecera. Sección de sucesos. Una mujer muerta a manos de su compañero sentimental, y van treinta y cuatro en lo que va de año. Otra mujer despedida por quedarse embarazada. Una joven africana desangrada por la práctica de la ablación. Las niñas de un poblado indio no pueden ir a la escuela. Bullying a un niño en una escuela de Vilafamés por querer hacer ballet. Dolores se agazapa en el sillón, retuerce su hocico y hace como si no hubiese visto nada. Podría haberse levantado y gritar en la plaza alto y pelear por la igualdad entre personas. Pero se mantiene impertérrita. Apaga la televisión y sale a pasear con su perro como si nada.

Son las diez. Anochece en el monte. Dolores pasea entre sauces y lirios. A lo lejos, bajo el ciprés, una mantis religiosa devora a su presa. El perro de Dolores observa el ritual. Después de consumar el acto, la mantis inyecta las garras en su pareja, lentamente, como un puñal. Y lo devora como si fuera un caníbal. El can se agazapa en la hierba, retuerce su hocico y hace como si no hubiese visto nada. Podría haber soltado un ladrido o haber relamido las fauces del insecto para salvar al otro que yace moribundo. Pero se mantiene impertérrito.

 

Y es que va a ser cierto eso que dicen que, con el paso de los años, los perros se parecen a sus dueños.

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Ciudad oculta.

Primer Premio I Concurso de microrrelatos Arcadia de la Fundación Agustín Serrate, mes de septiembre.

Huesca. 2016.

 

Charcos a destiempo en un fugaz otoño alimentan el musgo húmedo del empedradO

Incrédulas  hojas  caen bajo el magnolio.  Época de caldos y chiretas.  Y un leve tictaC

Ulula como el viento, se cuela entre los recios  muros de la catedral que esconden sU

Desnudez  con  piedras  macizas y  una  torre  campanario  lisiada  por  la Guerra CiviL

Anidan cigüeñas lejos de Huesca en invierno con el frío.  Época de ternasco y vermuT

Dime dónde está la gente cuando llega el frío.Sigilosos,duermen en su ciudad ocultA

 

 

 

 

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El emigrante.

Segundo Premio XXIV Certamen de Poesía de Primavera de Les Clotes Luis Chamizo.

Vilafranca del Penedès. 2016.

 

Abriga la corcha al roble

para que el rayo no parta su savia.

Para que la guerra no contagie

la rabia

al árbol que yace

en medio

de la nada.

Esperando.

​

Y la dehesa se cubre de malvas

y crisantemos en vez de amapolas y pimpájaros.

Caen las bombas marchitas en el manto de huesos

enterrados bajo encinas y alcornoques

en medio

de la nada.

Esperando.

​

Y soldados con jachas de jierro

cortan jigueras y vidas.

Y corazones muertos.

Lloran las encinas

solitarias

bellotas como lágrimas formando charcos.

​

Vuelan cuervos, gorriatos y mochuelos,

bolindres en el suelo.

Caen derretidos párpados

en medio

de la nada.

Esperando.

​

Y vuelven a caer

rubíes sangrientos sobre el manto de helechos.

Antes eran cerezas brotando

del corazón de labradores,

ahora muertos.

¡Verde Extremadura siempre amordazada!

​

Y contempla el poeta a través de la ventana

parameras y altozanos,

mujeres destetadas entre sollozos sin nada que comer.

Niños huesudos en Las Hurdes y una -milana bonita-

volando

inocentemente a otro mundo mejor.

​

Y contempla el poeta a través de la ventana

parameras y altozanos,

jilbanando poemas tristes.

El emigrante guarda en su maleta recuerdos

y palabras castúas: se añurga con bochinches

de vino de pitarra.

​

Huele a jaras y a tomillo.

                                           Y le duelen las corvas y cotubillos.                                          

Demasiado tiempo en el camino.

​

Viaja el emigrante errante

de Guareña a Vilafranca,

descalzo.

Carcañales agrietados

en busca de tierras fértiles

donde broten uvas y oros.

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Abriga la corcha al roble

que en invierno llega el frío.

​

Abriga la corcha al roble

que la guerra aún no ha pasado.

 

 

 

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Radiografía de ciudad.

Primer Premio I Concurso de microrrelatos Arcadia de la Fundación Agustín Serrate, mes de marzo.

Huesca. 2016.

 

 

                                                                                                                                      cielo.

                                                                                                                                el

                                                                                                                   hasta

                                                                                                   escalan

La metrópoli se estira como el chicle. Los edificios

La hojarasca del Parque Miguel Servet se acumula en el filo de este rastrillo.

Y mientras la ciudad crece, la vida pasa. Los muertos

                                                                                                      descienden

                                                                                                                             al

                                                                                                                                  subsuelo.

 

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El príncipe que se convirtió en rana.

Finalista V Concurso microrrelatos románticos ACEN. 

Castellón. 2016.

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El príncipe colocó al gusano de seda entre sus labios y le besó.

Todos los personajes del cuento pensaron que aquella historia de amor les había hecho cambiar demasiado.

Ahora la rana y la mariposa bailan juntas en su charca.

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El rojo del cerezo.

Primer Premio XV Certamen Cultural Ibérico Jóvenes Artistas.

Ayuntamiento de Cáceres y Fundación Camoes Portugal. 2015.

 

 

1.Lo que trajo la guerra.

En el platillo mugriento María mezclaba las semillas de vainilla, la leche, los huevos y la poca harina que quedaba. Introducía el redondísimo pastel en el hornillo y esperaba que las buenas noticias llegaran antes de que la levadura hiciera crecer la tarta. Pero las buenas noticias jamás llegaban.

A la tahona ya no acudían mujeres ni párvulos glotones. Eran tiempos de pan escaso y bombas. Cerezos taciturnos que parecían cipreses mirando al suelo. Hombres arrestados, los contrarios agonizando en el paredón. Viudas con una piara de niños malnutridos. Silencio. Demasiado silencio.

María no era una viuda como las demás. Tampoco vestía de negro, el luto lo llevaba en la sangre. Sangre roja ahora calcinada, como todas sus ideas, también del color de las cerezas. Dominación nacionalista. Ideologías bajo candado. Nadie podía alzar la voz. Historia de una guerra civil.

 

2. Tarta de cerezas

Había sido la mejor repostera de aquel pueblo antes de que llegara la guerra. Ahora solo quedaban cuscurros de pan duro, los que antes deglutían los cerdos. Cerdos que ahora ya no lo eran,más bien parecían galgos enfermizos que vagaban como zombis por las dehesas baldías.

María cerraba los ojos mientras la tarta de cerezas comenzaba a levitar. Añoraba tiempos en los que su pastelería se llenaba de clientes en busca de un buen manjar. Las perrunillas se zambullían en un mar de azúcar. Espolvoreaba las deliciosas galletas de mantequilla con almendras que parecían los diamantes de una reina. Repápalos de leche, turrones castuereños, sapillos con pan. Se creía jardinera cuando amasaba la harina introduciendo la masa resultante en los moldes con forma de flor, la tahona era un jardín de floretas anisadas, olor a violetas, agua de azahar, ramitas de canela que parecían troncos de árbol como de una selva. Las abejas libaban la miel que goteaba de las rosquillas del enorme escaparate de la entrada como si fueran lágrimas y los niños se dibujaban bigotes al mordisquear el pan con chocolate.

Fue entonces cuando cayó la primera bomba.

Y la tahona dejó de oler a violetas y a miel. Ahora solo olía a metralla. El escaparate era un espejo de cristales rotos que volaron sobre los pocos dulces que quedaban. Volaron esquirlas de cristal y guerra sobre los esponjosos bizcochos que ahora no eran más que pan mohoso y duro. La tahona de María se convirtió en un bunker de soledades y silencios, los mismos que habitaban en el pensamiento de su marido Miguel. 

 

3. Miguel el Rojo.

Miguel tenía la sangre tan roja como los cerezos que heredó de su padre. Su corazón bombeaba con fuerza a la izquierda mientras un batallón de soldados invadía su libertad. Llegó el invierno y con él todos los frutos quedaron putrefactos sobre el suelo. La dehesa parecía una ensalada de bellotas muertas y el cerezal un campo santo infestado de sangre. Color escarlata. Como el rojo del cerezo. La guerra todo lo tiñó del color de las picotas.

María se mantuvo unos minutos frente al cerezo más robusto de la finca. Se arrodilló ante él y les dijo a sus hijos en voz alta: “El rojo del cerezo es un rojo fuerte, siempre lo ha sido y siempre lo será. El rojo del cerezo guiará nuestro destino. Ahora es tiempo de colores grises y apagados, por ello nos iremos muy lejos de aquí. Pero recordad, hijos míos, que el rojo del cerezo siempre permanecerá intacto en este cerezal, y cuando volvamos aquí estará. Nunca olvidéis el rojo del cerezal”.

María guardó en su maleta todas sus recetas y cada uno de sus silencios. Montó a sus tres hijos sobre la mula y a los pocos días ya estaban en un vagón con destino a Francia.

 

4.La boulangerie de Burdeos.

Burdeos parecía una larguísima e infinita boulangerie. En la calle principal los panes se agolpaban en las cristaleras como tiempo atrás los dulces de María lo hacían en su pastelería. Se plantaron frente a una tienda de grandes ventanales de madera y tras los enormes panes que parecían gigantes tambores de guerra, leyó en voz alta:

“Se busca repostera. Pasen y pregunten.”

Pasó los años amasando harina y recuerdos, los que le habían traído la guerra. Los niños se europeizaban y aprendían francés mientras ella se aprendía de memoria todos los tipos de pan de aquella panadería: pain de mie, pain de champagne, baguette, brioche.

Su vida ahora era una fábrica de aromas, sus recuerdos olían a azúcar de caña y sus besos eran de chocolate y fresas. Volvía a cerrar los ojos mientras las tartas crecían voluptuosamente sobre los moldes que yacían inertes en los grandes hornos de la panadería. Cocinaba a fuego lento el jarabe de cerezas que salía humeante de los fogones. Y así se convertía en la repostera más famosa de toda la ciudad.

Sus tartas de cerezas se reproducían a lo largo de Burdeos. Las guindas adornaban aquellos bizcochos esponjosos como nubes y el rojo de las cerezas se volvía a hacer presente en su vida. Y el pasado volvía mientras se enmendaba batiendo huevos y harina, volvía a recordar las largas tardes de domingo en la finca con Miguel, bajo el manto espeso y blanquecino de la flor de los cerezos, como si fuera el velo de una novia. Pero después llegó la guerra y con ella la muerte. Apresaron a Miguel y más tarde lo colgaron de una encina mientras ella seguía cocinando en la tahona.

Después vino todo lo demás. María ocultó a sus hijos la muerte de su padre, lo enterró bajo el cerezo más robusto de toda la finca y escapó muy lejos de allí, muy lejos de aquel hombre al que llamaban “el Rojo”.

Huesos bajo tierra, lápidas sin nombre. Historia de una España dividida en dos. Niños huérfanos. Lo que trae siempre una guerra.

 

5. Guindas escarlata.

María cocía a fuego lento el jarabe de cerezas. Vertía un chorrito de vainilla y tres cucharadas de azúcar y cuando el mejunje comenzaba a hervir lo echaba sobre el bizcocho recién horneado. Volvía a repetirse la estampa de años atrás. La boulangerie se llenaba de cruasanes brillantes como lingotes de oro, olor a crepes de nata y chocolate, macarons que parecían platillos volantes de colores con los que jugaban los niños. Y al fondo, bajo el enorme espejo de cristal, la obra maestra de María: su rojísima tarta de cereza. La boulangerie se llenó de pasteles con guindas bermellón a sus lomos, parecía una joyería con rubíes escarlata. Y la tienda seguía abarrotada mientras María triunfaba en Burdeos.Cómo cambia la vida.

 

***

6. Orígenes.

María ha cumplido ochenta años. Apenas puede ver y sus huesos están tan entumecidos que apenas puede arrastrarse cuando camina. Aún le quedan fuerzas para cocinar. Ha desarrollado tanto el olfato que le sobra vista siendo casi ciega. Conoce la receta de su obra maestra mejor que a ella misma. Recita en voz alta los ingredientes como si fuera una canción de amor. Para ella la cocina es una declaración de amor y las recetas, bonitas cartas hacia un destinatario invisible que no es más que su comensal.

Tarta de cerezas.Chansond´amour.

-1 huevo/50 gramos de mantequilla/40 gramos de azúcar/50 gramos de harina/100 ml de leche/Azúcar glas/Tres gotas de extracto de vainilla/330 gramos de cerezas deshuesadas.

Ahora da órdenes en la mejor cadena de pastelerías del mundo. La sede está en Burdeos y van a abrir una tienda muy cerca del lugar donde asesinaron a Miguel.

El hecho es todo un acontecimiento. Han adornado las calles del pueblo con banderines de colores y los hombres y mujeres han cocinado dulces típicos. Apenas han cambiado a los que María cocinaba en el treinta y seis. Enormes bandejas con perrunillas y floretas fritas. Rosquillas que parecen pulseras de azúcar y manzanas de caramelo.Los cerdos vuelven a ser cerdos y las dehesas, escenarios donde el verde lo tiñe todo con sus robles que parecen titanes que enamoran a encinas como diosas.

Esta vez va a escribir la carta de amor más bonita, la que no pudo entregar a su amado Miguel. Es una receta mejorada de su famosa y laureada tarta de cerezas. Todos aguardan expectantes.

 

 

7. Debajo del cerezo.

Debajo del cerezo aguarda el rojo más puro. María está casi ciega pero tiene la memoria de elefante. Aún recuerda la frase que dijo a sus hijos cuando abandonaron el pueblo.

Aquel cerezo sigue en pie, algo más viejo pero aún manteniendo su rojez, algo debilitado, un rojo suave, acaso enfermizo. Ella ya no lo puede ver.

Uno de sus hijos se acercó a María y le preguntó:

-Madre, ¿recuerda lo que nos dijo cuándo marchamos de aquí?

-Claro que lo recuerdo hijo. María volvió a repetir aquellas palabras de antaño.

“El rojo del cerezo es un rojo fuerte, siempre lo ha sido y siempre lo será...”

“Recordad, hijos míos, que el rojo del cerezo siempre permanecerá intacto en este cerezal, y cuando volvamos aquí estará. Nunca olvidéis el rojo del cerezal”.

-Pero madre, el rojo del cerezo apenas guarda su color. Ahora es un árbol viejo.

María se puso en pie y con una lágrima cayendo por su rostro dijo bien alto.

-El rojo del cerezo no habita en las hojas del árbol, ni tan siquiera en el color de sus frutos. No me refería al árbol sino a alguien que aquí reside. Vuestro padre murió aquí, junto a este cerezal. Lo mató el bando contrario, se lo llevó la guerra.

El rojo del cerezo hoy brilla más que nunca. Porque gracias a él permanecimos unidos, lejos de ideales y de contrariedades. Él nos lo dio todo y ahora, tantos años después, nosotros le daremos lo que a él le quitaron.

 

8. Cien gramos de perdón.

“…Y no guardo rencores a quien le quitó la vida. Miguel el Rojo, mi marido, el padre de estos tres hombres que crecieron lejos de su raíz. Hoy volvemos a aquí. Nos fuimos con una mano delante y otra detrás. La metralla hizo añicos mi tahona, aquella en la que aprendí a hacer la tarta de cerezas más buena del mundo. A la nueva receta añado litros de paciencia y cien gramos de perdón. Porque los dulces no son dulces si habitan los rencores. Rompamos nudos, tendamos puentes. Y que la guerra no vuelva a quebrarnos. Es mi chanson d´amour. El rojo del cerezo yace aquí debajo, en la raíz del árbol viejo".

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Barcos de celulosa.

Primer Premio Concurso de microrrelatos Ilumináfrica.

Zaragoza. 2015.

 

Barcos de celulosa cargados  de apátridas sin pan,  relojes carentes de tictaC.

Almas con hambre, miradas vacías de todo y llenas de nada. Una veintena dE

Remeros pugnan con las olas en busca de vida. El mar es un espacio abismaL

Carente de fronteras, los peces sí nadan libres.¿Por qué soy como un espíritU

Onírico buscando libertad?Se preguntaAsaf mientras su piel se va secando aL

Sol. Labios agrietados como la tierra árida que deja atrás: África. Y el EstrechO

De Gibraltar con mil banderas de esperanza.Asaf, moribundo, escucha sirenaS

En su barco de celulosa, se va hundiendo, despacio. Despierta Asaf, despiertA.

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Esencias.

Ganador concurso twitter diario ABC de microrrelatos de Navidad.

Madrid. 2015.

 

Y encontró el significado de la Navidad en aquel microrrelato. Las mejores cosas siempre están en esencias pequeñas.

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Siete Besos.

Primer Premio IV Concurso microrrelatos rómanticos ACEN.

Castellón. 2015.

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Siete besos,  siete.  Los  únicos  que nos quedaban.  El primero bajo el  baobaB.

Intentaste robarme el segundo bajo la luna de Madagascar,nuestro último viajE.

El tercero siguió al cuarto,  al quinto y al sexto. Todos seguidos, como escenaS

Teatrales de amor en una obra de Shakespeare.  Amor, mucho amor, lo únicO

Existente el día que me dejaste.  Un ataúd,  el séptimo beso y el último adióS.

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Todas las cosas bellas que me decías.

Premio Votación Popular concurso "Los microrrelatos son para el verano" www.diarioarganzuela.com

Madrid. 2014.

 

Se cumplían exactamente tres meses y dos días del fatal desenlace. Fabio me había dejado, casi sin avisar, por aquella terrible enfermedad.

Como si nada hubiese ocurrido, abrí Facebook desde mi iPad, máquina solitaria que me mecía entre palabras de seres cibernéticos. Escribí en su muro a sabiendas de que nunca podría ver su contestación.

“Amor, cada vez que recuerdo tus labios, invisibles hoy, encuentro nuevamente esa sensación de abrazo, como rumor de violín. Te miraba, me mirabas. Nos abrazábamos fuertemente desde nuestro apacible ático del paseo de los Melancólicos como si fuera la última vez. Tú ya lo sabías, te estabas empezando a ir, pero no te atrevías a decírmelo, solo me abrazabas. No sabes cuánto echo de menos tu mirada. Siempre te amaré.”

El móvil sonó, abrí Whatsapp y fue entonces cuando descubrí que el amor puede traspasar auténticas fronteras, hasta la de la muerte.

“Amor mío, yo también echo de menos tu mirada. Te amo. Fabio.”

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